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Moulaye me salvó de morir de malaria

"Recorrió medio Cabo Verde cargando conmigo, inconsciente. Si no fuera por él, la malaria me hubiera matado" Anibal Bueno Amorós, periodista de viajes

“Me tumbé en la cama. El frío aumentaba. Escalofríos. Me puse en posición fetal. Estaba congelado y los escalofríos aumentaban. No tenía fuerzas ni ganas de moverme. Temblaba mientras trataba de mantener el calor. Me quedé dormido”. Así empieza el estremecedor relato de Aníbal Bueno, un divulgador científico, periodista de viajes y fotógrafo, que casi pierde la vida en Cabo Verde (África) por culpa de la malaria.

De la ciencia a los viajes

Si teclean su nombre en internet verán que Aníbal es ingeniero informático, con un máster en biología molecular y doctorado en biología de sistemas. Trabajó durante cinco años en la Universidad de Málaga como investigador sobre el cáncer y enfermedades raras. Sin embargo, más tarde, decidió dar un vuelco a su carrera y, de la ciencia, pasó a dedicarse al mundo de los viajes. Su interés por la diversidad de culturas le llevó a estudiar un máster sobre periodismo de viajes en la Universidad Autónoma de Barcelona, del que ahora es profesor.

Es autor del libro Culturas Olvidadas, donde, mediante pequeñas historias de viajes, abre al lector la ventana a un sinfín de experiencias, vividas en los lugares más remotos del planeta. «Estos son los últimos suspiros de mundos, que se desvanecen y merecen ser contados, antes de que pasen a ser un mero recuerdo de la increíble diversidad cultural que un día pobló este planeta«, se puede leer en la contraportada de su obra.

La pasión por los viajes y la fotografía le ha llevado a vivir momentos increíbles y a conocer culturas fascinantes. En su página web, a través de diversas fotografías y reportajes, los usuarios descubrirán la belleza de mundos totalmente desconocidos.

Ante tal trayectoria, choca que un dramático suceso, vivido durante uno de sus viajes, haya sido el escaparate de su trabajo a un público que, ahora, quiere saber más. Mucho más.

Todo empezó en Twitter

El 23 de junio decidió publicar un Tweet en agradecimiento a su amigo Moulaye por haberle salvado la vida en África. «Gracias a esta persona hoy sigo con vida. Hace dos años se recorrió medio Cabo Verde conmigo a hombros, inconsciente, buscando un sitio donde me tratasen la malaria«, decía el mensaje. Minutos después, cuenta Aníbal, varios medios de comunicación y miles de personas se interesarían por su historia «Me quedo con ganas de saber más, parece el principio de una novela de aventuras«, comentaba un usuario de la red social.

Se sintió abrumado. «Ayer, estaba tranquilamente tomando un café cuando vi que el tweet se hacía viral. Empezaba a tener miles de FAV y RT… Fue un día de locura. Mis seguidores se han triplicado en 24 horas», cuenta incrédulo. «En un momento estás en gallumbos tomando un café y al rato eres el centro, eres portada y tienes una red social echando humo«, confesaba Bueno al día siguiente.

Aníbal reconoce que, a priori, puede resultar frustrante que toda una trayectoria profesional acabe siendo de interés por un simple tweet aunque, añade, también es una satisfacción que la red haya conseguido visibilizar su trabajo.

«Es una oportunidad para que la gente sepa qué hago, conozca mi libro y viva aventuras a través de sus páginas». Además, aquellos que lo deseen podrán vivir esas experiencias en primera persona a través de dos agencias de viajes que fundó. Cuenta Anibal que Last Places, es una agencia enfocada a destinos difíciles, países en guerra, etc y Camino sin fin, está más orientada a un público mochilero.

«cronología de una malaria en África»

Sucedió en Cabo Verde. Allí vivió la peor experiencia de su vida durante un viaje donde estaba trabajando como guía turístico. «A mitad de viaje (día 8 aprox.) llegamos a un hotel en la parte del Tarrafal (norte de la isla de Santiago) y me retiro a mi habitación. Había sido un día agotador. Tenía la intención de bajar luego a cenar, pero empecé a tener frío (estábamos a 35 grados)».

A partir de ese momento, cada vez se iba encontrando peor, sin fuerza y rodeado de convulsiones que no sabía porqué le venían. No sabía lo que le pasaba. «Pasé por varios hospitales y no daban con el diagnóstico». En unos le decían que tenía malaria y en otros le aseguraron que era fiebre tiroidea o salmonelosis. Al principio, cuenta Aníbal, pensó que el malestar podía deberse al cansancio pero «los síntomas iban venían».

En una visita a la isla de San Vicente aprovechó la llegada al hotel para pedir que le visitase un médico. La temperatura corporal era normal y le diagnosticaron una fiebre tifoidea. «Recuerdo que fuimos a tomar una cerveza en un chiringuito y empecé a sentir frío. ¿Hace fresco?», le pregunté al cliente de al lado: «hace un calor de cojones», le contestó. A partir de ese momento, fue empeorando día a día sin saber qué era lo que le pasaba. El viaje se convirtió en una pesadilla de la que a punto estuvo de no despertar.

Sin saber lo que le estaba matando

Las caras de preocupación a su alrededor, al ver como el frío le sacudía descontroladamente, lo asustaban. «Yo estaba trabajando y me daban ataques. Los viajeros me echaban mantas por encima pero mi mandíbula se agitaba brutalmente rápido». Cuenta que lo llevaron a un pequeño hospital privado donde una enfermera negó el diagnóstico que le habían dado. «Jamás he visto una fiebre tifoidea tan grave». Su temperatura era de 42 grados y apenas se podía mantener en pie. «Estuve varias horas esperando los resultados de las pruebas mientras la enfermera cuchicheaba con mi acompañante. Pensé que no saldría de ahí».

Positivo en malaria. Tenía paludismo, pero «allí no tenían los medios para tratarme, por lo que me trasladaron al hospital público Baptista de Sousa, en una ambulancia que no era más que una furgoneta con asientos de hierro donde yo mismo debía ir sujetando el gotero». Y de nuevo se siembra la duda. Unas nuevas pruebas y un análisis de sangre arrojan un resultado negativo de malaria y un nivel de plaquetas de 32.000 unidades por mm3 (valores normales 150.000 a 400.000 mm3). El nuevo diagnóstico era: fiebre tifoidea y salmonelosis.

Aníbal durante su ingreso en el hospital

Entre el grupo de viajeros había una doctora que, alarmada por el nivel de plaquetas, pidió que le hicieran una transfusión. «Ese criterio será el que tengáis en Europa, aquí no hacemos transfusiones de sangre por algo así, es muy habitual en nuestra población«, le contestaron. Además, «en este hospital quien manda soy yo y se va a casa. Se pondrá mejor».

Quedaban dos días para volver a casa y, llegado el momento, preocupado de que cualquier golpe pudiera producir una hemorragia, se dirigió al aeropuerto. Aníbal recuerda esa jornada como la más crítica de todo el viaje. «Lo único que deseaba era que pasase el vuelo rápido y llegar pronto a España«. Sin embargo, el destino le tenía preparado un nuevo revés. Su vuelo había sido cancelado. «Se me vino el mundo encima. Empecé a temblar en mitad del aeropuerto» ante el desconcierto de Moulaye, su asistente de viaje, que corría de un lado a otro en busca de una solución.

«Soy un despojo tirado en el suelo del aeropuerto de Praia«, se lamentaba. Ya había perdido las esperanzas sobre su propia vida. Minutos más tarde, Moulaye le informó que habían puesto un hotel para todos los viajeros afectados por la cancelación.

Zorro del desierto

Durante el viaje hasta el lujoso Hotel Oasis Atlántico, que les puso la aerolínea, intentó, sin éxito, controlar el castañeo de sus dientes, que se escuchaba en todo el bus. Al llegar, «estando en recepción me dio otro ataque de malaria y me quedé echo una bola, temblando. No podía moverme». «Me dolía todo, tenía mucha fiebre y los paracetamoles no me hacían nada. Eran como caramelos para mí». Llegó un momento en que perdió todas las fuerzas e intentó coger el móvil para escribir a su familia, pero no pudo. «¿Qué les iba a decir? ¿que me estaba muriendo?». Además, las manos le temblaban y apenas podía abrir los ojos.

«hasta aquí he llegado«, se lamentaba ante su compañero. Solo podía pensar en sus sobrinas, en su novia Lucía, a la que acababa de conocer, y en su madre, que había perdido a su marido hacía unos meses y ahora iba a perder a su hijo. «Me rendí. No veía salida».

A partir de ahí, Moulaye, un joven maliense al que llaman «zorro del desierto» (por su dureza sobre el terreno), lo llevó a cuestas a varios hospitales hasta dar con el lugar donde pudieran darle una solución. Que alguien como el presentase esa cara de preocupación, cuenta Aníbal, le hacía temerse lo peor. «Amigo, no puedo más, le dije, pero no se rindió y lo siguiente que recuerdo es a una enfermera dándome bofetadas«. Había perdido el conocimiento.

Nuevo hospital y nuevo diagnóstico. Tras horas de angustia le confirman que tiene la malaria y, por si fuera poco, de dos tipos diferentes. Pero, de nuevo, estaba en el lugar equivocado. Tenía que ir al Hospital público Agostinho Neto. «La malaria se mezclaba con la rabia. Solo suplicaba que no volvieran a decirme que el resultado era negativo porque eso me condenaría a muerte«.

Dos semanas de angustia

Por fin un resultado definitivo. «Tenía malaria pero no me daban el tratamiento si no pagaba los 40 euros que valía», cuenta. No tenía efectivo. Solo una tarjeta de crédito que entregó a su amigo. «Saca lo que haga falta porque me estoy muriendo», le suplicó. Y así fue. Este corrió hasta conseguir el dinero necesario para que le dieran la medicación. Sin embargo, para su mala suerte, el tipo de malaria que tenía, la había contraído en Sudán del Sur y no existía en Cabo Verde, por lo que acabó confinado en una cama cubierta por una mosquitera.

«Comía allí, hacía mis necesidades allí» y entre delirios y alucinaciones (no sabe si por la medicación o por la enfermedad) aguantó luces encendidas las 24 horas, gente gritando y muertes diarias. La esperanza era que pronto sería repatriado. Así se lo hizo saber la embajadora de España, que fue a visitarle y le aseguró que estaban preparando un helicóptero para hacerlo volver.

La situación era dantesca. Las plaquetas bajaban descontroladamente. Ya estaba a 8.000 y ni el agujero de una vía conseguía cicatrizar, por lo que el traslado en helicóptero era demasiado arriesgado. Estaba aterrorizado, seguramente necesitaría una transfusión en ese lugar, donde las jeringuillas yacían en una caja en mitad del pasillo, donde entre condiciones insalubres, lo obligaban a diario a ducharse con agua fría, en un baño plagado de mosquitos.

Caja donde tiraban las jeringuillas

¡Se acabó! Me largo de aquí

Los días pasaban y Aníbal empezó a mejorar. Sus plaquetas fueron subiendo y la fiebre remitió poco a poco. Por fin buenas noticias, a las que se sumó una más. La visita inesperada de su novia, Lucía, que había cogido un vuelo desde España para estar a su lado. «Esto es amor, se dijo». Después de la pesadilla vivida empezaba a ver la luz.

Esperaba ansioso a que le dieran el alta, pero la cosa se alargaba sin saber porqué. Preso del aburrimiento y de la incomodidad pedía cada día que le dejaran marchar. «Necesito ser libre». Abandonar ese cuarto que, para colmo, estaba vigilado por un guardia de seguridad, era su prioridad. Pero no había forma.

«Lucía ¿tú sabrías quitarme la vía?», le dijo a su novia. «Claro, soy enfermera Aníbal», le contestó. ¡Pues se acabó!, me largo de aquí. Durante dos horas estuvo estudiando los movimientos del guardia y, cuando tuvo la situación controlada, echó a correr. De esta forma se acabó la pesadilla, escapándose del hospital, ante la sorpresa de la embajadora, que justo en ese momento, iba a visitarlo. «¿Qué haces Aníbal? Me voy. Ya no puedo más. Ok pues corre que yo no he visto nada«.

Sin huir de esta terrible experiencia, el protagonista cuenta que de los viajes le han permitido vivir momentos inolvidables. «Al final me quedo con la belleza del intercambio cultural. Personas que te reciben con extrañeza o curiosidad y te acarician el pelo o te tocan la piel, porque nunca han visto un tatuaje«.

«He vivido momentos preciosos de rituales tribales. Por ejemplo, en Camerún, donde en honor a la luna llena, la tribu Dupá empieza a bailar justo en el momento en que asoma por las montañas. Son momentos brutales que jamás olvidaré».

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