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Santi Vila pide un castigo electoral para el independentismo

Los ex presidentes autonómicos Artur Mas y Quim Torra, en una imagen de archivo.

Lluís Amiguet, en la Vanguardia, hablando de Messi, Artur Mas y la lucecita de Queralbs, sospecha que «el cuento de Mas tiene final feliz, demasiado», y que en realidad asistimos a «un reparto de papeles decidido por los astutos guionistas del procés, aún reunidos en torno a la lucecita de Queralbs», es decir: Pujol.

«A Mas le adjudican, como último servicio al clan que lo ideó como criatura política, el papel de comemarrones: debe quedarse en el partido acabado [PDECat], juguete roto de la pantalla anterior [CDC], y cargar así con el mochuelo del tres per cent y demás corruptelas del pujolismo, para que Puigdemont pueda volar sin lastre en las urnas.»

¿Jordi Pujol, a sus 90 años, cerebro en la sombra todavía? ¿Mas como pararrayos que absorbe las descargas que aún pueden generar las tormentas formadas en los años de gobierno? ¿Puigdemont, desentendiéndose del pasado, como si hubiese empezado ayer, y afrontando una nueva etapa como heredero libre de cargas? Un cuento demasiado literario para ser cierto. Y que pasa por alto un detalle: ¿a quién beneficia la aventura, tantas idas y venidas, tanta división social, tanta cárcel y tanto exilio?

¿Un error de cálculo, sobrevaloraron sus propias fuerzas? El mundo convergente, globalmente considerado, viviría mejor, tendría un presente más boyante y un futuro más brillante si no hubiera encabezado aquella sedición institucional. Aunque fuera en la oposición, tendría más poder e influencia de los que tiene ahora. En cuanto a su electorado tradicional, desorientación es lo mínimo que deben sentir después del fracaso.

Falta por ver lo que pueden dar de sí todavía los entusiasmos generados durante la llamada revolución de las sonrisas. Falta por ver cuánta gente compra, en lo que Amiguet llama «el mercado electoral de las emociones», la épica administrada desde Waterloo.

En el callejón sin salida

Santi Vila, en la VanguardiaLos motores de cambio—, se sorprende de que, a pesar de todo lo que está sucediendo, «ni una sola encuesta revela el más mínimo cambio significativo en la intención de voto de los catalanes».

Como ejemplo de la degradación política a la que nos han llevado «los que más dicen querer y defender Catalunya» está la posibilidad de acabar el año «con tres presidentes de la Generalitat: el considerado legítimo, en Waterloo; el simbólico, inhabilitado y entretenido insultando a los adversarios, y el real, en funciones, en el Palau».

Da la impresión que Santi Vila intenta alzar la voz, aunque no mucho. Su diagnóstico es claro: «El callejón sin salida al que el independentismo radical ha llevado a los catalanes tiene que ser reprobado en las urnas, por muy desproporcionado que haya sido su castigo penal.» No tiene nada que ver una cosa con la otra: el castigo penal es consecuencia de sus actos dentro de un determinado marco jurídico; el castigo electoral existirá si su estrategia es percibida como perjudicial para el país por una mayoría suficiente, lo que aún está por llegar. Ciertamente, nos jugamos «nuestros derechos y libertades civiles más básicos», pero mucha gente sigue atada a una fidelidad de voto por razones sentimentales.

Su apuesta por la tercera vía aún está en dique seco, ya que «tardan demasiado los partidos soberanistas liberales, progresistas y conservadores en reunificarse y volver a la realidad. PDECat, PNC, Units per Avançar y el resto de pequeñas formaciones implosionadas después del final de Convergència i Unió tienen que reencontrarse y ofrecer un programa electoral nuevamente solvente». Como en la fábula del cascabel y el gato, todos saben qué hay que hacer, pero esperan a que sea otro el que empiece a hacerlo.

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