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ECOS INDEPENDENTISTAS / El independentismo, sin plan B

El planteamiento independentista, en el plano teórico, ya ha hecho muchas renuncias

Los presidentes Pedro Sánchez y Pere Aragonés en una imagen de archivo.

El Periódico recuerda que existe algo llamado “Acord Nacional per l’Amnistia i l’Autodeterminació” para dejar en evidencia que el independentismo asume la dificultad de atar un plan b a la mesa de diálogo antes de 2023. Tenía que ser un «órgano unitario del independentismo» y «nacer en paralelo a la mesa de diálogo». Lo pactaron en las negociaciones que dieron la presidencia a Pere Aragonès. El objetivo era «escrutar la marcha de las negociaciones con el Gobierno y decidir qué hacer si el diálogo fracasa».

Interrogados sobre la cuestión, ERC sostiene que «no cabe otra opción que persistir en el foro de diálogo con el Estado hasta que se agote»; JxCat quiere que «ERC cargue con la responsabilidad tanto de que la mesa de diálogo no dé frutos como de que no se active el foro donde debería diseñarse el plan b», y para la CUP «la única forma de avanzar es agitando las calles en otras luchas» para «poder llegar a sectores sociales no alineados» con la independencia.

A primeros de año, el Ara comentó algo sobre dicho Acord Nacional per l’Amnistia i l’Autodeterminació: «El objetivo de todo es que varias entidades, sindicados, partidos y personalidades se vayan sumando a un acuerdo abierto y sostenido en el tiempo.» Ya existe un «grupo promotor» formado por «David Fernàndez, Marina Geli, Quim Forn, Carme Forcadell y dos personas más que no se han hecho públicas», y «se ha consensuado un documento base (…) que no es a favor de la independencia sino a favor de la autodeterminación y la amnistía».

El mecanismo se parece mucho a otras camarillas que se han convocado y desconvocado a lo largo del proceso, como el Pacte Nacional pel Dret a Decidir, en 2013, o el Pacte Nacional pel Referèndum, en 2016. Se dan a conocer con gran aparato mediático y seguidamente caen en el olvido. Dicen representar a decenas, a cientos de entidades, asumir una misión de gran trascendencia para el país, pero a efectos prácticos no han sido más que el pretexto para que unos cuantos jerarcas se reúnan durante horas para consensuar algún manifiesto que llena titulares al día siguiente y pronto es archivado.

Independencia, pero sin nación

En tiempos de mayor movilización, los actos políticos iban acompañados de análisis y comentarios que los dotaban de significado histórico. Así, la “Via catalana a la independència” del 11 de setiembre de 2013 era comparada inmediatamente con la “Cadena báltica” de 1989. Ahora los temas de fondo se alejan cada vez más de una actualidad vacía de significado y carente de estrategia. Mientras nadie sabe qué hacer con el “Acord Nacional per l’Amnistia i l’Autodeterminació” y el Consell per la República gesticula levemente en la lejanía, Vilaweb se refugia en el mundo de las ideas. 

Una entrevista a Timothy William Waters, profesor de la Universidad de Indiana, sirve para argumentar la poco original idea que la independencia es la solución, no el problema, pero este autor propone que «no sea necesario ser una nación para optar a la independencia, sino sólo voluntad política mediante referéndums». Entonces, siguiendo esa lógica presuntamente democrática, daría lo mismo Irlanda que la Padania, el Principado de Cataluña que Tabarnia. 

Desvincular la independencia de la nación, es decir del pasado, significa que cualquiera podría improvisar un Estado si consigue el apoyo de una cantidad suficiente de conciutadanos. Cuál debería ser esa cantidad es muy discutible. Waters, al menos, es partidario de mayorías cualificadas: «Aunque una mayoría de más del 50% puede ser suficiente, creo que una supermayoría del 70% es mejor. Y sé que a los independentistas catalanes tal vez no les guste.» 

Su propuesta intenta ser exquisitamente democrática, y tiene muy en cuenta a las minorías. «Una parte de la crítica a hacer en lugares como Cataluña es que, si llegas al 50% más 1 y te vas, significa que el 49% no quiere irse. Y los arrastras. Parece injusto. Y si la respuesta es: “Hombre, el 51% es más gente que el 49%; es más injusto, todavía.” Cierto. Aceptemos, pues, que siempre puedes arrastrar a alguien, pero intentemos que la cifra sea muy pequeña. Dejemos que la minoría que no quiere irse tenga la opción de permanecer. Si no, acabas haciendo opciones coercitivas, impuestas.» 


Se le puede reprochar que no se ha inventado todavía un Estado que renuncie a la coerción y que no existe colectividad humana que goce de un consenso al 100%. Pero lo más reprochable de su propuesta, a pesar de las buenas intenciones que manifiesta —«hemos de cuestionar si mantener las fronteras actuales estabiliza el mundo, como nos dicen», porque «quizá no es así»—, es que nos arroja a sociedades  que serían permanentemente puestas en cuestión. La continuidad y la estabilidad son fundamentales en el mundo de los Estados. Cualquier iniciativa en política demográfica, energética, comercial… requiere años para llegar a buen puerto, y nadie emprendería nada si sabe que en cualquier momento una secesión puede obligar a replantearlo todo.

En un mundo imaginario

Respecto al caso catalán opina que «los independentistas han sido muy hábiles estos últimos quince años al evitar la idea de que la independencia se basa en la etnia o la sangre, lo han mantenido en las fronteras territoriales y no lo han abierto al espacio lingüístico, aunque la lengua es importante. Querer Països Catalans sería la muerte del movimiento. Han sido muy listos al no centrarse en la identidad, a pesar de la relación evidente. Se basa en el deseo político. Creo que el caso catalán va de eso más que de 1714 o de Franco. La fuerza viene del deseo de querer gobernarse con respeto y con ideas abiertas». Aunque «me pregunto si fue inteligente tirarlo adelante, tal y como se hizo cuatro años atrás, sabiendo que las cifras no eran tan altas».

El planteamiento independentista, en el plano teórico, ya ha hecho muchas renuncias: al proyecto de «países catalanes», más allá de alguna referencia retórica —ya que es fácil imaginar el resultado en un hipotético referéndum que incluyese el territorio que va de Salses, en el Rosellón francés, hasta Guardamar, en la provincia de Alicante, y de Fraga, en la de Huesca, hasta Mahón, en Menorca—; a la etnia, porque nadie sabe a estas alturas en qué debería basarse ni en cómo podría establecerse la distinción entre unos y otros, y a punto estuvieron de renunciar a la lengua, para mejor llevar el mensaje republicano a sectores de la población que viven al margen de ella. Ante la evidencia de no haber seducido a una cantidad de gente suficiente, y ante el desánimo y la desmovilización consiguientes, no es extraño que la idea de una independencia promovida por el puro deseo —ya sin remitirse a derechos históricos— empiece a calar en el independentismo posterior al proceso —el enésimo intento de llegar a sectores sociales no alineados con la independencia—.Ya no sería el porque yo lo valgo, como en otros tiempos y en otros lugares, sino el porque yo lo quiero.

Como dijo Antoni Rovira i Virgili en un libro de 1940, que fue reeditado por Quim Torra en 2013, Els darrers dies de la Catalunya republicana: «A cada resonante discurso parlamentario de nuestros dirigentes, a cada gran mitin y a cada victoria electoral, nos creíamos cerca de la realización de nuestro programa. Poníamos el deseo en el lugar de la realidad y vivíamos, políticamente, en un mundo imaginario.» Seguimos así.

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