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ANÁLISIS / Invocar la ciencia en vano

Hospital Clínic de Barcelona/ Europa Press

Estamos ante una moda que ha adquirido considerable popularidad desde que el coronavirus SARS-CoV-2 (Covid-19) irrumpió en la escena mundial en algún momento difícilmente precisable allá por los últimos meses de 2019. En España, contamos también con algunos destacados practicantes de un deporte cuya práctica no exige grandes esfuerzos ni sacrificios, a diferencia de la investigación en cualquier campo científico, sino más bien cierta cara dura para aparentar conocimiento de la materia y cierta habilidad para coger el rábano por las hojas, cuando no intenciones inconfesables de búsqueda de notoriedad a toda costa. Invocar la ciencia para apuntalar nuestras afirmaciones siempre aporta un cierto aroma de respetabilidad a quien lo hace, incluso cuando sus puntos de vista ocultan evidencia científica en contra, a veces abrumadora, o la tergiversan para salirse con la suya.

El ejemplo más destacado de esta invocación de la ciencia en vano lo encarnó (Fernando) Simón sobre quién recaía la responsabilidad de aconsejar a sus superiores jerárquicos, Illa, ministro de Sanidad, y Sánchez, presidente del gobierno, en materia de salud pública, y a los que en algunos artículos escritos durante los momentos álgidos de la pandemia bauticé como el acrónimo SIS: Sánchez, Illa y Simón. Simón, en su calidad de director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias y respaldado por su aura de médico epidemiólogo, sostuvo sin enmendarse nunca que, primero, el gobierno realizaba un seguimiento exhaustivo de la evolución de la pandemia para valorar la situación en cada momento, y, segundo, que las decisiones del gobierno en materia de salud pública se adoptaban teniendo siempre en cuenta la evidencia científica disponible y siguiendo las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. 

El gobierno de España no adoptó medida alguna para prevenir la expansión de la pandemia y mitigar sus efectos, pese a conocerse desde mediados de enero

Ninguna de las dos afirmaciones se ajusta a la verdad. El gobierno de España no adoptó medida alguna para prevenir la expansión de la pandemia y mitigar sus efectos, pese a conocerse desde mediados de enero la elevada contagiosidad y letalidad exhibida por el virus en Wuhan, e ignoró las advertencias y recomendaciones de la OMS “a todos los países del mundo” presentadas el 30 de enero de 2020, así como las más precisas y detalladas recogidas en el informe conjunto de la OMS y el gobierno de la República Popular de China publicado el 28 de febrero de 2020. El gobierno de España hizo de Don Tancredo hasta que decretó el estado de alarma el 14 de marzo, y a la ausencia de medidas para contener la expansión del virus y mitigar su letalidad cabe atribuir buena parte del exceso de mortalidad entre el 9 de marzo y el 10 de mayo de 2020, un lapso de tiempo en el que asistimos a una auténtica carnicería. Como los malos guías de montaña, el SIS ignoró advertencias y consejos y se dedicó a tranquilizarnos y animarnos a continuar con nuestras vidas cotidianas, como si nada mala pudiera ocurrirnos. Lo cierto es que cerca de 50.000 fallecieron en esas nueve fatídicas semanas. 

No crean que los políticos han aceptado con humildad su sonado fracaso y extraído algunas lecciones para afrontar con mayor éxito la próxima emergencia de salud pública. Una vez pasado lo peor parecen haberse olvidado de la catástrofe humanitaria vivida como si fuera completamente ajena a su gestión. Se comportan como aves de paso a las que poco o nada parece preocuparles el bienestar de los ciudadanos, cuya voluntad dicen retóricamente representar y servir, y a ninguno de ellos he visto ponerse manos a la obra para desplegar protocolos más eficaces y poner el sistema de atención sanitaria y residencial a punto a fin de evitar situaciones similares cuando se produzca una nueva emergencia sanitaria. Los más osados e impúdicos se han atrevido incluso a calificar de “notable” la gestión realizada. 

No puedo evitar preguntarme qué habría ocurrido si los laboratorios no hubieran descubierto todavía ningún antídoto efectivo para contrarrestar la letalidad del virus

No puedo evitar preguntarme qué habría ocurrido si los laboratorios no hubieran descubierto todavía ningún antídoto efectivo para contrarrestar la letalidad del virus y las vacunas no hubieran estado disponibles para iniciar la vacunación masiva de la población en las economías más avanzadas en el primer semestre de 2021. Pero ¿podemos estar seguros de que de haberse tardado algunos meses más en descubrir las vacunas, estas economías habrían registrado recesiones todavía más intensas y prolongadas? ¿Habría alcanzado la mortalidad cotas todavía más terribles y muchos de los que ahora disfrutamos de esta primavera maravillosa estaríamos criando malvas junto a tantos otros que no escaparon a los zarpazos del coronavirus SARS-CoV-2?   

Desde el descubrimiento de varias vacunas que han mitigado los efectos del Covid-19 y reducido la mortalidad no han faltado puntuales a la cita quienes muestran su oposición o escepticismo a vacunarse por razones muy variadas, siguiendo una larga tradición antivacunación presente incluso en sociedades que han dedicado recursos sustanciales a mejorar los niveles educativos de la población desde hace muchas décadas. La posibilidad de obtener este tipo de información en las redes sociales ha facilitado la difusión de informaciones meramente retóricas no avaladas por la comunidad científica. Algunas personas aducen razones religiosas para oponerse a introducir cuerpos extraños en su organismo, pese a que comen y beben todos los días. Hay hipocondriacos agudos contrarios a recibir cualquier fármaco que pueda poner en riesgo su vida, por pequeña que sea la probabilidad asignada a ese evento. Encontramos también fanáticos conspiracionistas que ven en la vacunación sólo un gran negocio urdido por la connivencia de intereses inconfesables de gobiernos, poderosas empresas farmacéuticas y estamentos médicos. Hay también quienes niegan la existencia de la enfermedad misma y otros que esgrimen la falta de evidencia científica sobre la efectividad de las vacunas para rechazar los programas de vacunación masiva de la población.

Los efectos beneficios de la vacunación masiva para mitigar la gravedad de la enfermedad están bien documentados

Sin negar la existencia de efectos secundarios de las vacunas, muy leves en la mayoría de los casos, ni los importantes intereses económicos en juego en los procesos de vacunación masiva, e incluso concediendo que en la propia comunidad científica coexisten la búsqueda de la verdad con otros intereses más terrenales, lo cierto es que sólo desde la fe ciega o la mala fe se puede negar la eficacia de vacunas que han permitido casi erradicar enfermedades contagiosas cuyos efectos devastadores se dejaron sentir con gran fuerza hasta hace no tantas décadas, incluso en los países más desarrollados. El caso del Covid-19 no es una excepción a la regla: los efectos beneficiosos de la vacunación masiva para mitigar la gravedad de la enfermedad están bien documentados y los efectos secundarios detectados, no idénticos para todas las vacunas, han resultado generalmente de escasa entidad y han afectado a una fracción relativamente pequeña de los cientos de millones de personas vacunadas.

Lo único realmente excepcional ha sido en este caso la rapidez con que la comunidad científica se puso manos a la obra y obtuvo resultados positivos en un tiempo récord, en comparación, por ejemplo, con el lapso transcurrido desde que la comunidad científica identificó el virus causante de la poliomielitis en 1908, y se descubrieron vacunas efectivas que posibilitaron la puesta en marcha de procesos de vacunación masiva en las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado. Contrariamente a las opiniones extravagantes que se difundían desde las páginas antivacunación, resultaba muy reconfortante escuchar a Spector, profesor de Epidemiología Genética al frente del ZOE Covid Study en el Reino Unido, afirmar en abril de 2021 que “los efectos posteriores a la vacunación son habitualmente leves, especialmente en los mayores de 50 que presentan mayor riesgo en caso de ser infectados. Las tasas de nuevos infectados están en niveles mínimos en el Reino Unido, según la ZOE app, debido a una combinación de medidas sociales y a la vacunación, y necesitamos continuar esta estrategia exitosa para cubrir al resto de la población”.

Simón insistía una y otra vez en que las mascarillas resultaban innecesarias para las personas sanas, posición que el SIS sostuvo hasta el 4 de abril de 2020

Tampoco han faltado quienes han negado la ineficacia de las mascarillas para frenar la expansión de los contagios. En febrero de 2020, Simón insistía en una comparecencia televisada en que “no es necesario que la población use mascarillas” cuyo utilización reconocía “sí puede ser interesante en los pacientes con sintomatología”. ¡Interesante, decía! En lugar de reconocer abiertamente que debido a la imprevisión del SIS no había mascarillas disponibles para toda la población, Simón insistía una y otra vez en que resultaban innecesarias para las personas sanas, posición que el SIS sostuvo contra viento y marea hasta el 4 de abril, en el momento más letal de la pandemia, cuando admitió que barajaba “la posibilidad de recomendar el uso de mascarillas para salir a la calle”, aunque sin confirmar todavía cuando el gobierno podría aprobar la medida. Ese mismo gobierno mantuvo la obligatoriedad de las superfluas mascarillas hasta febrero de 2022, incluso al aire libre. Hombres de ciencia y de palabra.

Pero la locuacidad a la hora de apreciar la utilidad de las mascarillas como defensa activa o pasiva frente al contagio no parece ser privilegio exclusivo de gobernantes inescrupulosos y asesores de alcoba angosta. No hace muchos días el periodista Espada firmaba un artículo en el que afirmaba que “la conclusión de que ninguna evidencia científica respalda hoy el uso de mascarillas es sólida”. El autor apoyaba su aseveración en un libro de (Ian) Miller (“Unmasked: The Global Failure of  Covid Mask Mandates”) que presenta, según Espada, “un notable conjunto de datos, procedentes principalmente de Estados Unidos, para concluir que no hay pruebas de que el uso de mascarillas puede vincularse a una disminución de los contagios”, una tarea proseguida y actualizada, según Espada, en su web Unmasked.  

La fuerza motriz que mueve a Miller y a la institución que lo cobija no es descubrir la verdad sobre la pandemia sino minimizar el uso de la violencia y fuerza

Por cierto, Miller es miembro del Brownstone Institute, una institución dedicada a promover “su visión de la sociedad que pone el mayor valor en la interacción voluntaria entre individuos y grupos en tanto que minimiza el uso de la violencia o fuerza, incluida la ejercida por autoridades privadas y públicas”. No deja de ser interesante que la organización fuera creada en mayo de 2021 no para estudiar los efectos de la gravísima crisis humanitaria y económica creada por la irrupción del Covid-19 en Estados Unidos, sino “la crisis creada por las respuestas políticas a la pandemia del Covid-19 desde 2020”. Menciono esta circunstancia para aclarar que “la fuerza motriz” que mueve a Miller y a la institución que lo cobija no es descubrir la verdad sobre la pandemia, sino minimizar el uso de la violencia y fuerza, términos que en su visión libertaria (o liberticida) engloban también cualquier mandato legal que coarte las interacciones voluntarias.

No deja tampoco de resultar paradójico que Miller se dedique a tiempo completo a desenmascarar la “desinformación diseminada por investigadores activistas, dirigida a promover los objetivos de ideologías de actores políticamente partisanos”, porque, me pregunto, ¿qué otra cosa hace Miller que diseminar información cargada de activismo político partisano? Miller pertenece a esa clase de periodistas activistas permeados de motivaciones políticas que primero establecen las conclusiones a alcanzar (cualquier mandato privado o público resulta indeseable), naturalmente en consonancia con los objetivos de la institución que los patrocina, y luego se dedican a tratar de desacreditar a todos aquellos investigadores cuyos resultados no son favorables con sus conclusiones. 

La utilidad de las mascarillas para prevenir enfermedades contagiosas transmisibles aeróbicamente depende de diversos factores

Miller, por ejemplo, utiliza las cifras de infectados en Alemania, un país, según Miller, “ensalzado habitualmente por su respuesta al Covid” donde el uso de mascarillas fue mandatorio y “el nivel de cumplimiento elevado” con Suecia, un país con una legislación mucho más laxa al respecto. Y “sin embargo, sus tasas de mortalidad fueron similares en las oleadas de otoño e invierno de 2020 y superiores en los primeros siete meses de 2021”. Con datos actualizados, las cifras de casos totales y la mortalidad por 100.000 habitantes en Alemania, 300.077 y 1.849, respectivamente, no presentan grandes diferencias respecto a Suecia, 245.036 y 1.840, respectivamente. Pero, la conclusión de Miller se derrumba al comparar las cifras de Suecia con las de Japón, un país donde el uso de mascarillas fue también obligatorio y el grado de cumplimiento elevado: 63.801 casos y 237 fallecidos por 100.000 habitantes. A esa inclinación dejar de lado las observaciones que contradicen las tesis defendidas, se suma Espada cuando minimiza (citando otra referencia) los resultados de un estudio aleatorio realizado en comunidades de Bangladesh, al que me referiré enseguida. De hecho, ninguna de las dos comparaciones mencionadas puede considerarse evidencia concluyente en favor de una u otra posición.

La utilidad de las mascarillas para prevenir enfermedades contagiosas transmisibles aeróbicamente depende de diversos factores. Las características de las propias mascarillas empleadas cuya efectividad para proteger a quienes las portan y a quienes entran en contacto con los enmascarados varía con el tipo de mascarilla y el uso que se haga de ellas. Resulta importante disponerlas correctamente para cubrir las zonas sensibles y mantener la posición mientras se interactúa con otras personas, algo que bien por cansancio o familiaridad olvidamos con frecuencia. Además, la protección que proporcionan las mascarillas desaparece con el tiempo de uso y requiere renovarlas con la frecuencia aconsejada, algo que a veces no es posible hacer por consideraciones económicas. Finalmente, la existencia de un mandato general no asegura necesariamente su cumplimiento. Por todo ello, comparar sin más las cifras de dos países sobre los que se ignora casi todo lo ocurrido durante la pandemia no pasa de ser una ocurrencia más o menos ingeniosa. 

Hay pocas dudas de que la principal fuente de transmisión del virus es a través de partículas por vías respiratorias

La evidencia científica en favor del uso de mascarillas para protegernos frente al Covid-19 es, sin embargo, abrumadora. Hay pocas dudas de que la principal fuente de transmisión del virus es a través de partículas por vías respiratorias y que la mejor forma de protegerse es manteniendo la distancia de seguridad y reduciendo la transmisibilidad por contacto. Un estudio publicado en enero de 2021 ya concluía que “llevar mascarilla es la forma más efectiva de evitar la expansión de los contagios” y recomendaba utilizarla no sólo a las personas expuestas a resultar infectadas, como el personal médico, sino a todas las personas susceptibles de serlo: la población en general y especialmente los grupos que por su avanzada edad o dolencias previas eran más vulnerables. Otro estudio, publicado también en enero de 2021, concluía que “llevar mascarilla en público es esencial porque su efectividad está bien establecida en todos los estudios realizados”. Ni Simón parecía estar muy al tanto de los resultados de estos estudios ni Miller considerarlos relevantes.

Como ya he indicado, la efectividad de la mascarilla para frenar la expansión del Covid-19 depende en el mundo real de muchas otras circunstancias más allá de sus características y la obligatoriedad o no de usarla. Los resultados de un estudio a gran escala realizado en 600 pequeñas comunidades rurales en Bangladesh con una población total de 350.000 personas indican que “las personas viviendo en aldeas elegidas aleatoriamente en que se realizaron intervenciones para promover el uso de mascarillas quirúrgicas tenían una probabilidad de desarrollar COVID-19 11% inferior a las que vivían en aldeas control. El efecto de la protección aumentaba a 35% en el caso de las personas mayores de 60 años”. Esta cifra es mucho más elevada y Espada no dudó en ocultarla. Conviene, además, precisar que los habitantes de todas las aldeas estudiadas eran libres de utilizar o no mascarillas y que la única diferencia entre las aldeas seleccionadas aleatoriamente y las aldeas de control residía en que en las primeras se realizaban iniciativas para promover activamente su utilización. En todo caso, los resultados de este estudio confirman la efectividad del uso de mascarillas, no su inutilidad, un resultado que confirma en circunstancias más realistas, los resultados obtenidos en experimentos controlados realizados en laboratorio. 

Ignoraron lo que ya se sabía sobre la contagiosidad y letalidad del virus hasta que decidieron decretar el estado de alarma el 14 de marzo de 2020

Desde la irrupción del Covid-19 a comienzos de 2020, hemos visto a Sánchez, Illa y Simón (SIS), los principales responsables de gestionar la pandemia, encubrir su imprevisión y sus pifias aduciendo que “nosotros hemos actuado siempre en base a criterios científicos con humildad, admitiendo que estos iban cambiando”. No es cierto: ignoraron lo que ya se sabía sobre la contagiosidad y letalidad del virus hasta que decidieron decretar el estado de alarma el 14 de marzo de 2020, y desatendieron las recomendaciones que hizo la OMS el 30 de enero de 2020, y las más extensas y detalladas incluidas del informe que presentó la organización conjuntamente con el gobierno de China el 28 de febrero de ese mismo año.  El SIS nada hizo en enero, febrero y las dos primeras semanas de marzo para detectar la llegada silenciosa del virus a España, ni preparó al sistema sanitario y asistencial para hacer frente la emergencia. Una imprudencia temeraria que causó un exceso de mortalidad entre el 9 de marzo y el 10 de mayo evitable en gran medida. Su respeto al conocimiento científico quedó expuesto cuando el ministro Illa se vio obligado a reconocer que no existía el comité de expertos que supuestamente aconsejaba al gobierno. 

La invocación en vano a la ciencia durante la pandemia no ha sido monopolizada por el gobierno de España. No han faltado puntuales a la cita quienes han aprovechado la circunstancia para cuestionar la efectividad de las vacunas desarrolladas para mitigar los efectos del virus, unos, y para desacreditar la utilización de mascarillas faciales para contener la expansión de los contagios, otros. Están en su derecho de gesticular y hacer aspavientos, faltaría más, aunque harían mejor en prestar algo más de atención a la evidencia científica que no encaja con sus prejuicios ideológicos y leer con mayor atención y espíritu crítico los resultados que aparentemente los confirman. Cualquier día de estos veremos a uno de estos ‘dseenmascadores’, “ya tumbado en el camastro” de un hospital, pedir al cirujano que le intervenga desenmascarado. Por su bien, confío en que no le haga caso. 

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