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Carlos IV, la Reina Gobernadora Cristina, Isabel II y Alfonso XIII: van cuatro

Un operario retira el retrato del rey emérito Juan Carlos I de la Sala de Gobierno del Legislativo foral del Parlamento de Navarra/ Europa Press

No resulta precisamente insólito que un gobernante (un gobernante democrático, se entiende, es decir, que en su momento se había visto elegido) acabe siendo odiado por gran parte de la población y por cierto cada vez con más intensidad, dándose así lugar a una grave división de la opinión pública. Es precisamente por ese tipo de razones por las que las monarquías han podido encontrar razones para subsistir. Se trata de que, en sociedades tan fragmentadas, exista ese mirlo blanco sobre el que no pese la maldición de provenir de un partido -de correr con un coche de una escudería determinada y enfrentada a las demás- y de esa manera pueda valer para lo opuesto (y necesario), la integración.

Se sigue de ahí que no hay nada tan antinatural, y por supuesto tan nocivo para la institución, que un monarca que, lejos de servir de punto de encuentro, contribuya a añadir un factor adicional de cliveage a los muchos (campo/ciudad, jóvenes/viejos, ricos/pobres, hombres/mujeres, de derechas/de izquierdas, del Madrid/del Barça, bebedores/abstemios, …) que existen y van a seguir existiendo. Y ocurre que eso -un monarca que divide- es lo que sucede con Juan Carlos, incluso dentro de los sectores constitucionalistas, españolistas y monárquicos: la opinión se encuentra tajada en dos y dejando en medio una fosa cada día más insalvable. Deben llevar razón los físicos cuando hablan de la coexistencia de mundos paralelos: los que, pese a todo, defienden y aplauden el legado del personaje se muestran tan poco receptores a los argumentos del contrario como aquellos que -se insiste, sin ser separatistas ni revolucionarios- se encuentran al otro lado de la raya y están convencidos de que, hechas las sumas y las restas, el saldo -para la institución, se entiende- resulta abrumadoramente negativo. Son en efecto dos realidades del todo paralelas, en el estricto sentido geométrico del término, porque no se cruzan jamás (quizá, en el infinito: who knows, porque nadie ha estado allí). Sin la menor ósmosis argumental ni razonadora.

Renegar de Juan Carlos sería tanto como una traición a sí mismos y además a una edad avanzada, es decir, humanamente, un desgarro

En el primer subgrupo, el de los defensores -insisto, gente toda o casi toda muy convencida y cabal, que en la mayoría de los casos por cierto forman parte de su misma generación e incluso tuvieron con él una relación personal de cercanía: renegar de Juan Carlos sería tanto como una traición a sí mismos y además a una edad avanzada, es decir, humanamente, un desgarro- está extendida la opinión, y la sueltan a las primeras de cambio, de que, si al buen hombre la muerte le sorprende fuera de España, estaríamos ante un acontecimiento poco menos que apocalíptico, a la altura de lo que en 1187 fue la batalla de Hattin para las cruzadas cristianas o los desastres de Santiago de Cuba de 1898 o de Annual de 1921: una verdadera tragedia. Lo nunca visto.

La historia demuestra justo lo contrario: que es lo más frecuente. Recordemos algunos hechos bien conocidos.

Carlos IV reinó veinte años, de 1788 a 1808, cuando el 19 de marzo, debido al motín de Aranjuez, abdicó en su hijo Fernando VII. Luego, el 5 de mayo, en Bayona, al sur de Francia, renunciaron ambos para dar paso a José Bonaparte. Pero en 1814 volvió Fernando (“el deseado”) y su padre su quedó fuera, en Italia, hasta morir, cinco años más tarde, en el Palacio Barberini, en Roma. El vástago continuaría en el trono (en mala hora, pero esa es otra historia) hasta 1833.

Carlos IV reinó 20 años, de 1788 a 1808, cuando el 19 de marzo, debido al motín de Aranjuez, abdicó en su hijo, Fernando VII

La segunda referencia a colocar en el debate es precisamente la de la viuda de Fernando VII, María Cristina de Borbón de Dos Sicilias, que, dada la minoría de edad de su hija Isabel, hubo de hacerse cargo de la regencia, función que (con la inestimable ayuda del famoso Muñoz, hijo del estanquero de Tarancón y luego duque de Riánsares) desempeñó durante siete años, con los avatares -guerra carlista, Estatuto Real de 1834, desamortización de Mendizábal, …- que conoce cualquier persona medianamente culta. Pero en 1840, y con el pretexto de una discutida Ley municipal, hubo de salir por la ventana. Murió en Le Havre, al norte de Francia, en 1878, o sea, casi cuarenta años más tarde.

La suerte de su hija Isabel -tercero de los ejemplos- no fue muy distinta. Reinó hasta 1868, cuando la gloriosa le hizo cruzar la misma frontera que su madre. En 1874 se restauró la monarquía, pero sólo en favor de su hijo, Alfonso XII, mientras que ella se tuvo que quedar en París hasta su fallecimiento en 1904, a los setenta y cuatro años: estuvo nada menos que treinta y seis de ellos -prácticamente la segunda mitad de su vida- fuera de nuestro país. Más aún: para ese 1904, quien se encontraba en el trono no era su hijo -Alfonso XII, que había expirado en 1885 a los veintisiete años-, sino su nieto, Alfonso XIII, nacido póstumamente y que en 1902 se vio declarado mayor de edad.

Si la monarquía ha demostrado esa capacidad de sobrevivir ha sido porque ha sabido romper con los eslabones previos

Es justo el decimotercero de los Alfonsos la cuarta y última referencia a poner sobre la mesa: en 1931, el 14 de abril, salió en barco por Cartagena y vivió su último decenio en Roma, donde, como había sucedido con Carlos IV, entregó su alma a Dios. Tenía cincuenta y cinco años.

Supongamos que Juan Carlos no vuelve a España con carácter estable -regatas de Sangenjo no hay todos los días, dicho sea con tono de alivio- y, cuando le llegue la hora de la verdad, se encuentra fuera. Lo de Abu Dabi sí resulta nuevo -llevamos dos Francias y dos Italias-, pero no el hecho de fallecer lejos de casa -siendo así que su hijo estaba reinando en Madrid-, que con el tiempo casi constituye la regla general. Lo de Fernando VII en 1833 y Alfonso XII en 1885 han sido dos rigurosas excepciones.

Más aún: la historia contrafactual se basa siempre en conjeturas, pero no resulta disparatado pensar que si la monarquía ha demostrado entre nosotros esa capacidad de sobrevivir (e incluso resucitar como Lázaro y dos veces: en 1874/75 y en 1978) ha sido, aparte de por las calamidades de las dos Repúblicas, porque ha sabido romper con los eslabones previos, que se mostraban contraproducentes (por causa de un pasado que, con sus luces y sus sombras, se juzgaba como tormentoso, no sólo en lo económico) y así salvar lo principal, la institución en sí misma.

El sacrificio ritual del jefe anterior para que al nuevo no le alcancen las miserias que dejó era una costumbre azteca

Se habla mucho en México de la inmortalidad del PRI, que se entiende como una consecuencia del dato de que el Presidente no sólo no resulta reelegible sino que, una vez agotado su mandato de seis años, prácticamente desaparece de la vida pública. El sacrificio ritual del jefe anterior para que al nuevo no le alcancen las miserias que dejó era una costumbre azteca que se ha mostrado muy idónea cuando lo que se quiere es, se insiste, la pervivencia de lo principal: matar al padre, que diría Freud.

Llega la hora de concluir estas breves líneas. Los defensores de Juan Carlos no van a cambiar de opinión, pero al menos hay que pedirles que escojan mejor sus argumentos. Y que no falseen la historia, porque los hechos son tozudos.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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