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En busca del voto perdido

Urnas, papeletas y demás material electoral colocado en una mesa del Mercat del Ninot, para las elecciones catalanas de 2021 en Barcelona.

Inmediatamente después de las elecciones autonómicas de febrero del 2021, el independentismo hizo algunas cuentas —sumando todos los votos a opciones independentistas, incluídas las que no obtuvieron ningún escaño— y sacó el lema: «Somos el 52%». No ha servido ni para que el gobierno de coalición entre ERC y JxCat se mantenga mínimamente cohesionado. Como previó todo el mundo, las discrepancias son bastante llamativas; baste citar las relaciones con el gobierno central, la política lingüística o los juegos olímpicos de invierno 2030. Pasa el tiempo y, amortizada la idea del 52%, ahora se saca a colación la gran cantidad de abstenciones, con el fin de reactivar el entusiasmo. 

Ciertamente, la participación fue notablemente baja: 51.29%. Hay que recordar que, a causa de la pandemia, fueron unas elecciones con gel, mascarillas, largas colas y votos por turnos. No hay que entrar en demasiados detalles para entender por qué la pandemia hunde 25.6 puntos la participación. Cada cual se abstiene por motivos particulares, pero interpretar la abstención en beneficio propio es una tentación en que ningún político se resiste a caer. 

Dos días después de las elecciones, Newtral intentaba esclarecer a quién afecta la baja participación en las elecciones de Cataluña: «Tras los resultados electorales, tanto PP como Ciudadanos han asegurado que en parte sus bajos resultados se deben a este aumento de la abstención que, defienden, “afecta más al constitucionalismo”», pero decía un experto que «la abstención es un pozo sin fondo desde el punto de vista analítico», ya que «hay miles de razones por las cuales uno no llega al final a votar». Aun suponiendo que en este caso «la pandemia es lo que ha tenido una influencia mayor sobre esa baja participación (…) no puedes dar a entender que el constitucionalismo tiene más miedo a pillar el virus, no podemos hacer esas correlaciones». 

Una victoria pírrica

Sin miedo a hacer correlaciones, Salvador Cardús, en el Ara del domingo 12 de mayo —Com s’aconsegueix una derrota—, arrastra la abstención hasta el campo independentista: «En las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña, el resultado más significativo no fue —desde mi punto de vista— la mayoría independentista que sumaban ERC, Junts y CUP, sino la pérdida de voto que tuvieron respecto al 21-D del 2017. Se trataba de una victoria pírrica, muy marcada por el duelo entre ERC y Junts. Pero lo cierto es que el actual gobierno ha acabado sufriendo más la debilidad de esa pérdida de apoyo que no aprovechando la supuesta fuerza de tan frágil mayoría.»

Si uno cree que la mayor parte de la abstención proviene de seguidores que le han dado la espalda, si lo cree sinceramente y no sólo como justificación por los poco satisfactorios resultados habidos, haría bien en minimizar el lamento y rectificar lo que convenga. Cardús aconseja: «El desafío electoral del voto independentista pasa por la recuperación de la confianza en los partidos que lo representan. Pero la pugna entre los tres partidos, particularmente entre los dos que se disputan la hegemonía, lo hace imposible.» 

El voto independentista podría concentrarse en un único partido, y no haría falta recuperar la confianza en los tres. Eso es lo que deben estar pensando todos, cada uno por su lado. «Tampoco ayuda la falta de una interpretación común sobre lo que fue el primero de octubre del 2017.» Esto ya es más grave. Si no coinciden en entender lo que hicieron, puesto que lo hicieron juntos, difícilmente harán nada juntos en el futuro por más que coincidan en decir que quieren volverlo a hacer. 

Sigue Cardús, ya definitivamente pesimista: «Los llamamientos recíprocos a no confundirse de adversario no son más que dardos farisaicamente lanzados entre ellos mismos, algo que queda probado cuando ni unos ni otros se hacen ningún caso. Entre otros, el último incidente por los insultos de Rufián a Puigdemont muestra la profundidad y el carácter irresoluble de la ruptura independentista.»

¿Rufián en un consejo de administración?

A propósito de Rufián, prosiguen las interpretaciones, elevando un exabrupto a la categoría de intento de magnicidio. Como ésta de Bernat Dedéu en el Nacional —Gabriel Rufián, el político del futuro—: «El insulto del actual diputado y futuro alcaldable de Santako es totalmente premeditado y forma parte de una estrategia conjunta de Esquerra, el PSOE y, aunque les pese, de algunos políticos de Junts. En el proceso de pacificación con la España neoautonomista, que empezó con los indultos y pasará por el sobreseimiento de la mayoría de causas judiciales surgidas del 1-O, (…) el único escollo a salvar es el exilio. En efecto, el reducto que sostiene la tensión entre la tribu y los enemigos (…) es la figura del 130 [número que corresponde a Puigdemont en el cómputo de presidentes de la Generalitat]. España sólo frunciría el ceño si Puigdemont hiciera aquello que prometió: volver.» 

Como para ilustrar la atmósfera de confianza entre los partidos independentistas, sostiene Dedéu: «Gabriel Rufián ha aprovechado que en los informativos catalanes sólo se le cita cuando hace un tuit fuera de tono, para ir estableciendo conexiones interesantes en Madrid. Gabriel nunca será Roca ni Duran i Lleida, dos políticos con mucho más dominio de las agendas y conexiones del kilómetro cero, pero, como buen español, tiene muchísima más mala leche que los antiguos comisionistas de Convergència.»

«El business rufiniano en Madrid pasa por una salida personal agradecida en caso de dejar la política, que de consejos de administración el Estado está lleno», pero mientras tanto «ha visto el futuro y ha decidido que ya es hora de dinamitar un matrimonio, el de los partidos del Gobierno, por el cual nadie se jugaría ni un céntimo».

CiU no volverá

Si Bernat Dedéu cree que, «con la siesta convergente prolongándose en una olla de friquis, el nuevo espacio central de la política catalana será el del PSC», Agustí Colomines, también en el Nacional —Dirigido a los nostálgicos de Convergència—, afirma parecidamente: «Ningún partido independentista puede sustituir a CiU. Para simplificar el discurso político, los tertulianos y los tuiteros acusan a Esquerra de querer ser la nueva Convergència. No lo será jamás. Antes lo será el PSC que el partido republicano. Las élites se fían más de los socialistas porque actúan, al igual que toda la socialdemocracia mundial, sin los radicalismos de antaño, que de un partido que siente la necesidad de levantar el puño para demostrar que es más de izquierdas que nadie.»

La estabilidad de antaño ha desaparecido y el futuro se anuncia convulso. El gran partido criticado por todos pero que daba seguridad a diestro y siniestro, a base de errores de cálculo y fantasías disparatadas, decidió abandonar la función: «Las élites se separaron de CDC cuando el viejo partido pujolista pasó del nacionalismo autonomista al independentismo. La élite independentista es escasa y poco determinante. Tener dinero te convierte en una persona rica, pero de ninguna forma en uno de aquellos capitanes de industria que pusieron las bases de la modernidad catalana con un programa industrial que iba acompañado de un programa cultural, el Novecentismo, que se convirtió en hegemónico al dejar atrás el Modernismo. Las élites catalanas siempre han necesitado instrumentos para influir en el poder, que todo el mundo sabe que reside en Madrid, incluso en un Estado autonómico. Mientras CiU cumplió esta misión, todo marchó como la seda, porque las élites se sentían representadas. Ahora no tienen ningún partido que las represente.» 

Pero aquellas mayorías eran sostenidas por muchos votantes que no formaban parte de las élites. ¿Qué hacen ahora? Según Colomines, «cuando el electorado convergente de clase media no se siente satisfecho, cambia de voto y no tiene ningún problema para votar a ERC o a la CUP». Los problemas vienen luego, cuando se van viendo las consecuencias, fiscales para empezar, de las políticas aplicadas en Cataluña, tan contrarias a la clase media. 

En ese electorado convergente concentra Colomines la abstención reflejada en febrero de 2021 y cifrándola en una cantidad exagerada: «La cuestión es que mientras no cambien las cosas no se siente representado por ningún partido. La decantación soberanista del electorado convergente fue anterior a la de los cuadros (nacionales y locales) del partido y la decepción con los políticos de todos los partidos por su gestión del 1-O les ha llevado al abstencionismo (700.000 electores), pues no se sienten representados por nadie.»

Los independentistas que dejaron de serlo

Carles Castro, en la Vanguardia —El mensaje del silencio—, contemplaba la baja participación de otra manera: «La abstención se ha tragado 600.000 votos independentistas pero casi 900.000 de aquellos que no apoyan la separación.» De los primeros, decía: «626.086 antiguos votantes independentistas decidieron olvidarse de la “legitimidad del 1 de octubre” y de la persistencia de los “presos y exiliados”. De hecho se olvidaron incluso de que habían ido a votar en aquel referéndum unilateral. Y eso, en el mejor caso, se llama fatiga.»

Una de las gracias de la democracia es poder cambiar de opinión. Uno no se compromete con una opción política para toda la vida. Es difícil establecer cuánto influyó el miedo a las circunstancias pandémicas y cuánto la fatiga estrictamente política, puesto que todo el electorado estaba expuesto a ambos factores. Afirma Castro que «sólo uno de cada cuatro catalanes expresó el domingo [14 de febrero] un impreciso deseo de continuar la aventura soberanista como si nada hubiese pasado». Éste es el dato que todo el independentismo tiene en mente y aspira a relativizar. 

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