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El estigma indeleble de haber fallado un penalti

Miroslav Đukić

El miedo del portero al penalti se llama la novela de Peter Handke que lo lanzó a la fama en el remoto 1970, cuando ni tan siquiera había cumplido los treinta. El título se comprende, pero quien realmente debiera sentir pavor ante ese escenario es el llamado a tirar la pena máxima: el hecho de que los fallos sean estadísticamente infrecuentes tiene como consecuencia que la pifia resulte sangrante. Y si se trata de una ocasión decisiva, más aún.

El paradigma de lo que se acaba de relatar es Miroslav Đukić, nacido en 1966 en lo que hoy es Serbia y que en 1991 arribó a Coruña, al que estaba llamado a ser el Superdepor. La Liga 1993-1994 arribó a su última jornada y el equipo de Riazor jugaba contra el Valencia, donde se proclamaría campeón si hacía lo mismo que el Barcelona, que recibía al Sevilla y que terminó ganando por 5 a 2. En Riazor no se pasaba del empate pero en el último minuto, el árbitro, un tal López Nieto, pitó un penalti a favor de los locales. Si marcaban, el título era suyo.

El encargado habitual era Donato, pero no estaba en el campo. Y allí se encontraba el bueno de Đukić, que presentaba como credencial haber tirado con éxito una pena máxima nada menos que en el Vicente Calderón, en Madrid, en el partido anterior. Desoyendo los consejos (sabios consejos) de su mujer en la víspera, aceptó tan endemoniado encargo. Todas las expectativas estaban puestas en él, pero resulta que el disparo lo atajó el guardameta levantino, José Luis González. El trofeo se escapó a los de la ciudad herculina y viajó a la fuente de Canaletas. Ambos equipos sumaron cincuenta y ocho puntos (entonces las victorias sólo daban dos de ellos), pero los catalanes tenían a su favor la diferencia de goles.

El Depor, contando con el serbio, ganó la Copa (y la Supercopa de España) en 1997, pero ya se había roto la magia

El pobre Đukić (que en el vestuario declaró entre sollozos haber sentido “una frustración grandísima porque sabes que el trabajo tuyo y de mucha gente se ha ido al traste”) jamás consiguió quitarse el sambenito de perdedor, ni tan siquiera cuando después se hizo público lo que era un secreto a voces: que los valencianos habían sido primados por el Barcelona. El Depor, contando con el serbio, ganó la Copa (y la Supercopa de España) en 1997, pero ya se había roto la magia. La Liga le acabó ganando, sí, en el año 2000, pero para entonces había tenido que desprenderse del autor del gatillazo: hay gafes cuya única solución consiste en dejarse de sentimentalismos y cambiar fatalmente las caras. Y eso que a Đukić -un profesional honrado y una bella persona- le quedaba cuerda, porque jugó con éxito en el propio Valencia 81997-2003) y en el Tenerife (2003-2004).

Sí, es muy grave haber marrado un penalti en una ocasión tan crucial. Más incluso que, siendo portero, haberse dejado meter dos goles, como Barbosa, de Brasil, en el maracanazo de 1950 frente a Uruguay. O haber estado tan rematadamente torpe como Cardeñosa con la selección española contra el propio Brasil en el Mundial de México de 1986, cuando no supo marcar un gol cantado.

¿Dónde buscó el Depor el reemplazo de Đukić como lanzador de penaltis a partir del aciago 1994? El éxito del año 2000 se fundamentó en un holandés (Ray Makaay) y un brasileño (Dalminha), pero si hubo que ir tan lejos fue sólo porque en lo más cercano -Andalucía y Madrid, por ejemplo- no había nadie de calidad que se encontrase disponible.

En breve -mayo de 2024- se cumplirán treinta años de aquella desgracia gallega, pero el recuerdo sigue vivo.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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