Lo sucedido en Barcelona el 8 de agosto con la aparición y desaparición de Puigdemont –la consecuencia de un pacto a varias bandas y ejecutado con precisión, aunque por supuesto no reconocido ni entonces ni luego- ha dado lugar a grandes elogios: toda una muestra de que con el disimulo se llega mucho más lejos que yendo con la verdad por delante, cosa esta última que no se le ocurre a nadie en su sano juicio. En ese contexto resulta muy interesante el libro de María Blanco La política del disimulo, con el subtítulo Cómo descubrir las artimañas del poder con Mazarino. La edición incluye el Breviario para políticos del que fue autor, según todo parece indicar, el propio Cardenal. Diríase que es un libro que había sido escrito pensando en lo que estaba llamado a suceder el Parque de la Ciudadela varios siglos más tarde.
No hace falta recordar que a las obras de la literatura les ocurre lo que a las personas: las hay idealistas y realistas, dicho sea en una taxonomía muy grosera pero desde luego nada inexacta. Los primeros formulan proposiciones descriptivas y basadas en el empirismo (“los emperadores son crueles”) y los segundos se expresan en lenguaje normativo (“los emperadores no deberían ser crueles”). David Hume, en su Tratado sobre la naturaleza humana de 1739/40, nos explicó que los unos se basan en hechos y los otros en valores, que son cosas del todo diferentes. Es asunto muy conocido.
Toda una muestra de que con el disimulo se llega mucho más lejos que yendo con la verdad por delante
Tampoco resultará necesario traer a colación lo sucedido en ese período tan intenso culturalmente como fue el barroco, donde en la literatura política encontramos multitud de obras de cada uno de los dos tipos. De un lado –el idealismo-, los llamados Espejos de príncipes, de inspiración esencialmente cristiana (católica: de la contrareforma, o sea, del sur de Europa). Y de otro –el realismo-, lo que hoy llamaríamos “libros de autoayuda”, es decir, de consejos prácticos para conducirse por la vida: ser listo, o mejor aún listillo o, dicho en sentido literal, maquiavélico. El arquetipo es el Oráculo manual y arte de prudencia de Baltasar Gracián (1647). El autor era jesuita, pero nadie ignora que los seguidores de San Ignacio son los primeros que se saben adaptar al medio, con la dosis de duplicidad y cinismo que resulten menester en cada circunstancia para terminar saliendo airosos de las peores tesituras. Y también hay que mencionar por supuesto a Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), murciano, autor de las famosas Empresas políticas. Francisco Ayala, en su época de Buenos Aires, le dedicó un enjundioso estudio con el expresivo nombre de El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo, donde puede leerse que el libro glosado constituye “una pieza importante de la importante literatura antimaquiavelista, y tanto en ella como en los otros escritos de nuestro autor los procedimientos florentinos son objeto de los más duros ataques.
Esta literatura de tono polémico, dirigida, no sólo contra Maquiavelo, sino contra todos los que en el tiempo fueron denominados los políticos –esto es: los teorizadores de la autonomía cultural de la esfera política y sostenedores de la doctrina de la soberanía del Estado, con el francés Bodinus a la cabeza-, esta literatura, digo, representa ese patético obstinarse en lo imposible, tan español, y ese sostener con enconada desesperación, hasta la muerte, una causa perdida, sencillamente porque es justa y es propia; ese querer regirse por principios de un mundo y de una realidad social ya periclitada, que encuentra su genial plasmación mítica en El Quijote –sostenedor de la justicia a trueque de descalabros, y empeñado en gobernar su conducta por las ya decaídas normas medievales que nadie observa en torno suyo-. De igual manera sostiene esa literatura un pensamiento político cuyos supuestos en realidad habían desaparecido, rota la unidad compleja del orden cristiano de la Edad Media, e introducido en la propia España el Estado nacional absolutista; y por ello, la realidad y sus inevitables secuencias se le imponían a veces, pese al deseo, dando lugar a visibles contradicciones”. Todo eso dicho, se insiste, en 1941 por Ayala. ¿Qué bien hizo Athenaia en la reedición del reciente 2021! Y con una preciosa Introducción de Belinda Rodríguez Arrocha, una mexicana de pro.
Donde hemos de poner el foco es en Francia y en concreto en la persona de Julio Mazarino (1602-1661)
A citar igualmente, en el siglo XX, el trabajo de otro granadino de lujo, Francisco Murillo Ferrol, Saavedra Fajardo y la política del barroco, de 1956, que en la Introducción habla de la emblemática, “un peculiar género de libros que utilizan la representación simbólica para asuntos morales” y del cual formaba parte el empeño en “extremar el cuidado en los recursos pedagógicos del libro”, supuesto que “no se trata sólo de escribir, sino de escribir enseñando”.
Pero ahora donde hemos de poner el foco es en Francia y en concreto en la persona de Julio Mazarino (1602-1661), el Doppelgänger francés de Gracián –en cuanto autor, al menos presunto, del Breviario que incluye María Blanco en su libro-, con las dosis de duplicidad y cinismo que hagan falta en cada circunstancia, con la diferencia de que se trataba no sólo de un Cardenal –laico, eso sí-, sino también de un político en activo y no cualquier político: brazo derecho del Roi soleil, Luis XIV, y también de su madre, Ana de Austria, sobre todo desde que ésta enviudó en 1643. Abriéndose entonces una regencia donde se desató la Fonda (1648-1653) y que todos conocemos por haber leído Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas, del que además se han hecho varias versiones cinematográficas. El telón de fondo viene constituido, claro está, por el final de la Guerra de los Treinta Años y las negociaciones para lo que acabó siendo, en el propio 1648, el Tratado de Westfalia. Y luego, en 1959, la Paz de los Pirineos, ya sólo entre Francia y España, de la isla de los Faisanes, en el río Bidasoa, entre Irún y Hendaya.
¿Qué aporta de su cosecha la autora del libro que estamos glosando? Un Prefacio (páginas 15 a 25), una Introducción (27 a 42) y, lo más extenso de todo, el texto que da nombre a la obra en su conjunto, La política del disimulo (161 a 291). Fiel a la (sabia) reflexión de Benedetto Croce de que no hay más historia que la historia contemporánea, María Blanco trenza las consignas de Mazarino –cómo comportarse en política y en la vida, de lo que forma parte la facultad de disimular: ser un actor y no dejar nunca de sonreír, mirando para otro lado cuantas veces haga falta hasta el grado de la tortícolis, dicho en pocas palabras- con algo mucho más moderno, las aportaciones de los libros (ellos sí de autoayuda) que se estudian en las Escuelas de Negocios acerca de, por ejemplo, cómo abordar situaciones de complejidad y tomar en cada momento la decisión menos mala o al menos cubrirse ante los riesgos. Se objetará al respecto que estos últimos son esfuerzos intelectuales que no se entienden sin su contexto: la sociedad del espectáculo, y los influencers o youtubers; el capitalismo financiero cortoplacista; la política reducida a mero tacticismo partidista; la educación a base de power points, y en general todos los rasgos, que muchos, sobre todo los veteranos, no valoran positivamente, del momento que nos ha tocado vivir.
La pregunta es si a esos autores de esta época se les seguirá citando con veneración (para coincidir o discrepar, que es otra cosa) dentro de 400 años
Pero lo cierto es que eso –no ser entusiasta del presente- sucede siempre. Como bien ha indicado Leonardo Padura en su artículo de El País de 4 de agosto, Una educación sentimental (por cierto, con cita nominativa a Alejandro Dumas y El conde de Montecristo), “cada época tiene la expresión cultural que le corresponde” y si lo de nuestra generación fue los Beatles, o Joan Manuel Serrat, o Miguel Ríos, único que ha sabido, como Fausto, pactar con el diablo la eterna juventud, hoy toca el dembow.
La pregunta es si a esos autores de esta época se les seguirá citando con veneración (para coincidir o discrepar, que es otra cosa) dentro de cuatrocientos años, como le sucede a Mazarino y también a Gracián y a Saavedra Fajardo, o de (casi) cien, como nos pasa con Ayala o con Murillo Ferrol. Una pregunta para cuya respuesta habría que ser un adivino. No siempre a los agoreros –los apocalípticos- les asiste la razón.
Buena iniciativa la de María Blanco, sí señor. Al Brevario para políticos de Mazarino, en su versión española, ya lo había rescatado la editorial Acantilado hace poco tiempo, por cierto con gran éxito de crítica y público. Esto de ahora, con las aportaciones de 2024 –sea cual fuere el juicio que esta literatura nos merezca a cada lector-, lo mejora. Y mucho. Y, después del 8 de agosto, nadie podrá negar a la autora el sentido de la oportunidad: una verdadera visionaria.