Los funerales de la Cumbre Iberoamericana

La XXIX Cumbre Iberoamericana en Cuenca deja en evidencia su decadencia y falta de relevancia internacional

Felipe VI, Daniel Noboa y Andrés Allamand, en la clausura de la XXIX Cumbre Iberoamericana, celebrada en Cuenca (Ecuador).
Felipe VI junto al presidente de Ecuador, Daniel Noboa, y el secretario general iberoamericano, Andrés Allamand, en la clausura de la XXIX Cumbre Iberoamericana, celebrada en Cuenca (Ecuador).

Es muy probable que la Cumbre Iberoamericana haya tocado fondo en su XXIX edición, celebrada (es un decir) hace unas semanas en Cuenca, Ecuador. Cabe, por supuesto, discutir si todavía es recuperable. Personalmente creo que no.

Lo primero es reconocer que la cita de Cuenca poco tuvo de «cumbre». Apenas sí convocó a tres jefes de Estado (el Rey de España y el presidente de Portugal, ademas de, faltaría más, el anfitrión) y uno de Gobierno (el Jefe de Gobierno de Andorra). Muy poca concurrencia para lo que se supone es una «Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno«.

Tampoco tuvo mucho de «iberoamericana» en el nivel que le es propio, o sea, el más alto. En ese nivel, y si no fuera por la presencia del anfitrión, la reunión de Cuenca bien pudiera calificarse de cumbre exclusivamente «ibérica». Los «iberoamericanos» estuvieron representados por funcionarios de rango que no corresponde a una «cumbre»: unos cuantos ministros y una mayoría de funcionarios de nivel inferior, o muy inferior; incluso, creo que por primera vez, hubo tres países miembros (Cuba, Venezuela y Nicaragua) que no enviaron representación alguna.

Ni siquiera fue posible acordar el texto de una declaración final, que encalló en dos asuntos más bien rutinarios que se habían incluido sin mayor dificultad en declaraciones anteriores

Más allá de eso, los resultados de la XXIX Cumbre no fueron precisamente alentadores. Ni siquiera fue posible acordar el texto de una declaración final, que encalló en dos asuntos más bien rutinarios que se habían incluido sin mayor dificultad en declaraciones anteriores: una referencia a los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la condena ritual, y más bien irrelevante, del «bloqueo» norteamericano a Cuba.

Se aprobó, eso sí, un plan de acción de la cooperación iberoamericana para el periodo 2024-26; pero cabe preguntarse si, para aprobar un programa de cooperación, por lo demás relativamente modesto, es necesario convocar una cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno (que, en todo caso, se abstienen de acudir).

Nada de esto es nuevo. Quizá porque los contenidos y los resultados de las Cumbres han ido perdiendo interés, hace años que la cuestión de las asistencias e inasistencias centra la atención mediática, por lo demás más bien escasa desde que Fidel Castro dejó de asistir y de garantizar el espectáculo. Ya hace tiempo que el número de asistentes viene reduciéndose, aunque repuntase ocasional y puntualmente dependiendo del país anfitrión y del éxito, variable, de los esfuerzos anuales de la diplomacia española para asegurar la asistencia del mayor número posible de jefes de Estado y de Gobierno. No parece que esta vez esos esfuerzos hayan servido de mucho, aunque han debido ser tan insistentes como siempre.

Las Cumbres Iberoamericanas nacen en 1991, cuando la situación en América Latina y la relación de España con la región eran muy distintas

Es verdad que, en esta ocasión, las disputas del Presidente ecuatoriano con varios de sus colegas no ayudaron al éxito de la convocatoria. Tampoco ayudó sin duda que el Presidente del Gobierno español, teóricamente el más interesado en las Cumbres, se abstuviese de acudir a la cita alegando excusas muy débiles, aunque su ausencia se disimulase con la presencia del Rey, como siempre en su sitio. Pero el problema de las Cumbres es mucho más profundo que las presencias y las ausencias, y viene de muy atrás.

Las Cumbres Iberoamericanas nacen en 1991, cuando la situación en América Latina y la relación de España con la región eran muy distintas de lo que son hoy. Tan distintas que el impulso inicial fue fruto de la colaboración entre México y España, cosa que hoy, más que imposible, sería inimaginable.

Desde una perspectiva política, América Latina era entonces una región relativamente homogénea y optimista, en la que los procesos de transición a la democracia en el Cono Sur habían concluido (o parecían haber concluido) con éxito; y en la que además se avanzaba hacia una solución de los conflictos centroamericanos sin (apenas) injerencias o imposiciones externas. El optimismo sobre las posibilidades de la región era generalizado, hasta el punto de que había incluso quienes albergaban la ilusión de que la desaparición de la Unión Soviética pudiera acaso desencadenar alguna clase de cambio democrático en Cuba. Y, sin embargo, no había ninguna organización regional que permitiese reflejar esa homogeneidad.

Fue sin duda una buena idea crear un foro regional, y en cierta medida birregional, que pudiese agregar intereses y opiniones de cara a ese diálogo global

En todo lo mencionado España había jugado o jugaba un papel importante y reconocido gracias, en buena medida, al prestigio derivado de su propia transición pacífica a la democracia, que estaba aún intacto. Se reconocían también sus esfuerzos por corregir el desinterés casi absoluto de lo que entonces eran las Comunidades Europeas por lo que ocurría en América Latina.

Desde luego aquel mundo era muy distinto del mundo de hoy. Cancelada la guerra fría, parecía que habían desaparecido (o casi) la polarización entre bloques y los riesgos de confrontación generalizada, y que se abría un tiempo en el que, por la vía de la cooperación, podría avanzarse en la búsqueda de soluciones para muchos de los problemas arrastrados durante años. En ese contexto, fue sin duda una buena idea crear un foro regional, y en cierta medida birregional, que pudiese agregar intereses y opiniones de cara a ese diálogo global.

Poco queda hoy de aquellos tiempos. Políticamente, América Latina es hoy un continente tal vez más heterogéneo que nunca, a pesar de la existencia, ahora sí, de una organización de concertación regional como la CELAC y, hasta cierto punto, la Cumbre de las Américas, además de una considerable cantidad de organizaciones y mecanismos de integración subregionales. Hay, pues, una América Latina muy diversa y a veces polarizada, a consecuencia entre otras cosas de la aparición en muchos países de poderosos movimientos de inspiración populista; también por la emergencia en algunos países del indigenismo como fenómeno político; cosas ambas que han venido a poner en cuestión el componente identitario de las Cumbres. Desde un punto de vista económico, la región se ha quedado sin un paradigma que contribuya a la homogeneidad tras el fracaso estrepitoso de las políticas neoliberales (el «consenso de Washington»), que en el momento de creación de las Cumbres inspiraban en mayor o menor medida a la mayoría de gobiernos de la región, de México a Argentina. Tampoco el mundo es el que era, y poco a poco hemos ido despertando del sueño de la cooperación pacífica y regresando a la lógica de la polarización y la confrontación.

La región se ha quedado sin un paradigma que contribuya a la homogeneidad tras el fracaso estrepitoso de las políticas neoliberales

Y España… Casi sin darnos cuenta hemos ido perdiendo (o renunciando a) los activos que nos habían permitido ser un socio, o un actor, con presencia e influencia en la región, para dedicar nuestras mejores atenciones a la defensa de los intereses de nuestras empresas, cosa que es necesaria pero no suficiente. El prestigio de nuestra transición a la democracia está hoy erosionado y puesto en cuestión, aunque no precisamente en América Latina, sino entre nosotros mismos.

Tampoco hemos tenido el éxito que algunos esperaban en el fomento de las relaciones eurolatinoamericanas, y las cumbres UE-CELAC, en las que depositamos muchas esperanzas, no gozan hoy de una salud mucho mejor que las Cumbres Iberoamericanas. Además, con frecuencia hemos hecho apuestas que casi nunca han tenido premio y que, en cambio, han dañado nuestra credibilidad: es el caso, por ejemplo, de nuestras políticas de constructive engagement con Cuba o Venezuela, que no se han traducido en reformas políticas y económicas y que no han evitado que ambos regímenes se radicalicen y se encierren en sí mismos hasta convertirse en caricaturas no susceptibles de recuperación.

Todos estos cambios no fueron naturalmente cosa de un día, sino que, a la vez como causa y como efecto, han ido desarrollándose al mismo tiempo que las Cumbres Iberoamericanas iban perdiendo sentido, no digamos ya repercusión mediática, la cual, la verdad sea dicha, hace muchos años que es más bien escasa, si no inexistente.

La decisión de 2014 de celebrar las Cumbres cada dos años, y no anualmente, no sirvió para frenar la decadencia y la progresiva irrelevancia del sistema

Lo que no ha impedido que las Cumbres hayan seguido, como si nada, su dinámica mortecina, sin que los intentos por «regenerarla» hayan servido de mucho. La creación en 2004 de la Secretaría General Iberoamericana en sustitución de la Secretaría de Cooperación Iberoamericana no alcanzó a convertir las Cumbres en una verdadera instancia de diálogo y concertación políticos, probablemente porque para entonces ya la homogeneidad de la década anterior estaba muy erosionada, de modo que de poco sirvieron la visión, el entusiasmo y los incansables esfuerzos del primer Secretario General, Enrique Iglesias. Esto no quiere decir que en las Cumbres no haya habido debate político; lo ha habido, pero hace ya tiempo que no es otra cosa que un diálogo de sordos, en el mejor de los casos. Por lo demás, y como era de esperar, la decisión de 2014 de celebrar las Cumbres cada dos años, y no anualmente, no sirvió para frenar la decadencia y la progresiva irrelevancia del sistema, sino solo para que se visualizaran con menos frecuencia.

Es justo decir que la Secretaría General Iberoamericana ha logrado poner en pie un entramado de acciones y programas de cooperación que ha contribuido a acercar a los países miembros y a crear algo parecido a un «tejido iberoamericano». Adjetivo este, por cierto, que se usa corrientemente en España pero casi nunca en ningún lugar de América Latina, no sé en Portugal. Lo que no deja de ser sintomático de esa suerte de autismo con el que en España abordamos la relación con nuestros «países hermanos», a los que identificamos con un término que ellos no utilizan y en el que no se reconocen.

Después del intento, más bien frustrado, de 2014, no parece haber grandes ideas para revitalizar el proceso. Por ejemplo, en la página web de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, hace apenas unos días, hablando del «rol de España» en la perspectiva de la Cumbre de 2026, no se logra ir más allá de unos cuantos tópicos condescendientes, en buena medida imaginarios y desde luego desactualizados, coronados con la guinda de la reiteración del papel de España como «puente» entre Europa e Iberoamérica; condición que no nos reconocen ni aquí ni allá y que ignora empecinadamente la realidad de que el Atlántico está cruzado por multitud de «puentes» que unen a todos y cada uno de los países europeos con todos y cada uno de los países latinoamericanos, sin necesidad de pasar por España.

Quizá haya llegado la hora de aceptar que las Cumbres Iberoamericanas han muerto y de organizar unos funerales a la altura

Todo esto sugiere, creo, que quizá haya llegado la hora de aceptar que las Cumbres Iberoamericanas han muerto y de organizar unos funerales a la altura de lo que ha sido su trayectoria vital y la ambición que estaba detrás. Lo que no cabe, me parece, es resistirse a enterrar lo que ya es un cadáver. Pero, al mismo tiempo, se debe mantener, e incluso potenciar, lo que ha tenido utilidad y sigue vivo, o sea, la Secretaría General Iberoamericana, que no necesita a las Cumbres para cumplir su misión y que puede perfectamente colocarse bajo la tutela de funcionarios de alto y medio nivel, que, en todo caso y a fin de cuentas, son los que acuden a las «cumbres» y toman las decisiones.

En cuanto a España, haría bien en prescindir de las apelaciones a su «papel fundamental» y a su condición de «motor» del proceso; y renunciar de una vez a la jactancia trasnochada de autoatribuirse un liderazgo y una función de «puente» que no parece que nadie le reconozca. Y recordar que fuimos capaces en 1991 de iniciar, con México, el proceso iberoamericano, no merece a ninguna clase de voluntarismo, sino gracias a haber sabido construir en la década anterior una sólida política latinoamericana, influyente y reconocible (y reconocida) por su ambición y su coherencia. Cosa de la que hoy, siento decirlo, apenas sí queda rastro. Pero esa es otra cuestión.

Quizá cuando hayamos reconstruido esa política y esa influencia, y si una SEGIB reforzada consigue crear un «tejido» lo suficientemente tupido, podríamos pensar en volver a poner en pie algo parecido a las Cumbres Iberoamericanas, aunque evidentemente sobre bases distintas y con otros objetivos, como distintos y muy otros son los tiempos.

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