Ha leído bien, sí. La Dirección General de Tributos ha determinado que los herederos que renuncien a una herencia a favor de un tercero deberán pagar el Impuesto de Sucesiones como si la hubieran aceptado. De acuerdo a su criterio, la renuncia en favor de otro se considera una “transmisión lucrativa” equiparable a una donación, interpretando una «aceptación implícita en la renuncia» -una frase algo kafkiana- que obliga al no receptor, así com al receptor, a tributar. Es decir, a pagar impuestos. El primero por sucesión, el segundo por donación.
Se argumenta, ojo, que renunciar a una herencia para beneficiar a otra persona implica una aceptación tácita de los bienes. Hacienda justifica esta medida como «una forma de frenar estrategias que buscan eludir impuestos mediante renuncias tácticas, como desviar herencias a familiares con menor carga fiscal». Estupendo, solo que la resolución no distingue entre maniobras fraudulentas y decisiones legítimas, dejando al ciudadano aún más desprotegido, sin seguridad jurídica y con una frustración considerable.
Voracidad recaptatoria sin miramientos. Punto. No hace falta mirar más allá ni escudarse en interpretaciones legales ambiguas. La motivación es recaudar a cualquier precio, empobreciendo por el camino a la población y atacando la transmisión de riqueza de padres a hijos. Para las familias, esta interpretación complica aún más la gestión de herencias en un país con disparides fiscales notables entre regiones y una elevada carga impositiva, que no para de crecer.
En su afán por maximizar la recaudación, Hacienda pasa por alto los casos en que la renuncia responde a motivos altruistas, no a intentos de evasión. Este nuevo criterio, que grava incluso a quienes no reciben los bienes, convierte la planificación sucesoria en un saqueo mayor para los ciudadanos.