El jueves cené con una amiga en Santa Magdalena, un restaurante de Gracia que prepara unos extraordinarios buñuelos de bacalao. El encuentro transcurrió con normalidad de principio a (casi) fin. Fue muy agradable, de hecho. Los temas abordados, como en las buenas conversaciones, oscilaban desde la deontología periodística hasta ir la semana que viene a hacer el gamba con una motocicleta. Desvelo esta pequeña parte del contenido más variopinto a modo premonitorio: si no vuelven a leerme, por favor, escriban una necrológica simpática.
Hecha la advertencia, les confieso que todo se truncó al salir del establecimiento y dar un paseo. La arbitrariedad cantó bingo: ¿Hasta qué punto podemos elegir vivir bien?, nos preguntamos. Lo que equivale a plantearse si la libertad, entendida como autonomía kantiana, no será una quimera bien alambicada. Y ya se jodió la marrana. Tal fue el impacto de los argumentos de E., que me veo obligado a reformular esta columna sobre la prohibición del tabaco en las terrazas que ya tenía medio finiquitada. Allá vamos:
Fumar no es un acto libérrimo. Fumar provoca cáncer. Fumar, como el consumo de otros estupefacientes, estimula la anticipación del placer, pero no el placer en sí mismo. Y, frente a esto, no queda otra que la respuesta frontal del Estado: prohibir. De igual modo que en la Odisea atan a Ulises al mástil de su barco para no sucumbir al canto de las sirenas, en la vida real al fumeta se le veta de buena parte de los espacios públicos. Philip Pettit dixit.
Ahora, es preciso evitar ondear la bandera de la libertad a este respecto. Un columnista al que admiro señaló hace pocos días: “La libertad es no fumar, no drogarse, no divorciarse, no enamorarse de la que no es”. Una afirmación tan categórica que inmediatamente me hizo recordar Pastillas para no soñar, del maestro Sabina. Concretamente, la estrofa inicial:
Si lo que quieres es vivir 100 años,
no pruebes los licores del placer.
Si eres alérgico a los desengaños,
olvídate de esa mujer.
Sin embargo, anécdotas aparte, conviene tener presente, llegados a este punto, al neurólogo Robert Sapolsky. En un extraordinario podcast, sometiéndose a las preguntas de los filósofos Peter Singer y Kasia de Lazari-Radek, el científico estadounidense subrayó que “somos máquinas biológicas”. Es decir, sin caer en el fundamentalismo determinista, apuntó que nuestro cableado mental configura, en contacto con nuestro entorno y otras variables, parte importante de nuestro recorrido vital. Ante esta tesitura, sería razonable preguntarse dónde quedan los cambios: ¿cómo alguien puede modificar sus hábitos si el libre albedrío es puro papel mojado? Partiendo de la base de que imprevisibilidad no es sinónimo de indeterminación, cualquier cambio conductual responde a una alteración de la cadena causal, determinada por factores biológicos, ambientales y sociales.
Consecuentemente, tildar de enajenados, o manifestar directamente lo siguiente: “Que el Estado tenga que hacer leyes para proteger tus pulmones o para que te pongas el casco o te abroches el cinturón no es represión ni restricción ni prohibición sino el recuerdo de lo idiota que eres”, como recalcó el columnista, desde mi humilde punto de vista, es un error garrafal. No hace falta disfrazarse de calvinista para recordar la superioridad de quienes no pecan. Una superioridad que además puede observarse a vuelapluma, contemplando un organismo castigado por los vicios y otro, coraza de un alma virgen. La reprimenda moral debería extinguirse y dar paso al estudio y la prevención de malas intuiciones. Fumar, por ejemplo. Prohibir esta práctica en las terrazas, como consecuencia.
En contraste, la pregunta nuclear es: ¿hay espacio para la ética en un mundo donde incluso nuestras actividades cotidianas no dependen de nuestra voluntad? Dicho de otro modo: ¿la libertad existe, o solo es chatarra normativa con la que entretener a filósofos morales, que disfrutan debatiendo si tirar a un gordo a las vías del tren salvaría la vida de 5 personas más?
Malditos paseos…