Los vecinos de Barcelona asisten, entre atónitos y resignados, a una nueva modalidad turística: los disco tours. Esta suerte de visita guiada con cascos inalámbricos invade la ciudad que un día fue vanguardia de lo sublime.
El rito turistofílico consiste en agruparse con pintas horteras —cual rebaño de ovejas— junto a otros desconocidos y seguir a una guía que va danzando mientras, supuestamente, describe los lugares más emblemáticos de la Ciudad Condal. “Explota-explótame-explo; explota-explota… aquí está Colón”, algo así.
Suelen ser grupos reducidos: una veintena de señoras de edad avanzada que todavía pueden moverse por sí mismas, acompañadas de sus maridos, resignados participantes de esta aberración estética. Y, en el peor de los casos, desde la organización pueden obligarte a lucir la misma camiseta que el resto de enajenados. Atuendo que, por otro lado, resultaría indecoroso hasta para el peor de los criminales. Dudo que Bukele se atreva a tanto… ¡Y encima previa remuneración de 24 euros! ¿Alguien se imagina a un pandillero salvadoreño pagando para ser torturado?
El hecho diferencial de esta actividad reside en el uso de auriculares. Es decir, no solo pagas por ir haciendo el imbécil por la calle, sino también para no escuchar las mofas de la gente decente. Retranca, la de la turba, que debiera servir para amansar y reconducir a las despechadas. Pero no, ni eso: a los ciudadanos normales se nos ha arrebatado hasta el último milímetro de espacio público.
En mi caso particular, la respuesta que me provoca esta cárcel de Stanford que antaño respondía al nombre de Barcelona es un mísero bostezo. Pereza es la palabra que describe a la perfección el estado actual de las cosas. De aquellos mares, estos lodos; respondería Pier Paolo Pasolini. Pero qué le voy a hacer: soy hijo de mi tiempo y víctima de una sociedad que cree que un varón con las uñas pintadas es un revolucionario y que vitorear manicuras al grito de “reina” hace temblar los cimientos del capital. Todo puede sintetizarse con Loquillo: Cuando fuimos los mejores // Las camareras nos mostraban // La mejor de sus sonrisas // En copas llenas de arrogancia.
Por eso la Barcelona sensata debe rebelarse. Lo que da identidad a una ciudad es su elegancia. Y este atributo imprescindible va desde el patrimonio histórico y nuestra manera de proceder frente a la cotidianidad de la vida, hasta los ropajes con los que desfilamos por la calle. No caigamos tan bajo. No sucumbamos ante los posmodernos que abrazan sociedades líquidas. Por salubridad cívica, prohíba esta patochada, Alcalde. Se lo ruego, acabe con estas chirigotas ambulantes llamadas disco tours.