Seis de cada diez europeos consideran que la sociedad está rota. Así lo revela el último estudio de Ipsos, publicado este mismo mes de julio bajo el título Ipsos Populism Report. La diagnosis es clara; la desconfianza en las estructuras sociales y políticas se ha convertido en una sensación dominante, especialmente en las democracias más consolidadas del mundo.

Los datos son demoledores. Alemania capitanea con un 77% de los encuestados suscribiendo la premisa del colapso social. Tampoco se quedan lejos Suecia -67%-, Reino Unido -65%-, Francia -65%- o los Países Bajos -63%-. Solo Suiza e Italia se alejan de la media, con resultados inferiores al 40%. Para Europa Occidental -el promedio global es algo más bajo gracias al optimismo de los gigantes asiáticos-, un inquietante 60% se muestra desolado.
Una lectura inmediata -y poco profunda, las cosas como son- apunta a la relación entre este malestar y el fenómeno migratorio. Los países europeos más receptores de inmigración son precisamente los que muestran los mayores niveles de desafección social. La relación, por supuesto, no implica causalidad, y una señalización unilateral peca de reduccionista. El informe detecta, pero, actitudes nativistas crecientes, pero también se revela un abanico más amplio de causas.
La percepción de una élite desconectada, la desigualdad económica persistente, la desconfianza hacia las instituciones tradicionales y el sentimiento de declive nacional son factores que se entrelazan. En muchos casos, los ciudadanos no rechazan la democracia como concepto político de organización social, pero sí el funcionamiento de sus democracias actuales. También se detecta una tensión entre el deseo de autoridad -casi la mitad de los europeos apoya la idea de un “líder fuerte que rompa las reglas”- y la exigencia de más participación directa, como los referéndums. Lo primero es peligroso. Lo segundo, catastrófico.
Destaca aquí la lectura del caso español, que ejerce -junto con el resto del informe- una pequeña «trampa» en el desarrollo de las preguntas. El estudio señala que en España, la inmigración goza de buena salud reputacional, ya que los encuestados señalan en un 86% que la pertenencia a la nación no parte de concepciones étnicas. El estudio usa este dato para dar a entender que la sociedad española recibe de buen grado las olas migratorias que caracterizan el nuevo paradigma occidental. Casi, pero no. Aquí nadie más que ustedes ha hablado de raza. La interpretación bebe de la propia concepción falaz que articulan los defensores de este paradigma; que el escepticismo migratorio es de carácter étnico. No. Claro que no lo es. Es una cuestión de compatibilidad cultural. El dato verdaderamente relevante es el siguiente; el 85% de los encuestados consideran español -es decir, integrado- a quién ejerce «trato igualitario a todas las personas». Pregunten ahora al islamista su opinión sobre la homosexualidad y vuelvan a insinuar que 8 de cada 10 españoles se sienten cómodos con su presencia.
Más allá del debate ideológico, los datos dibujan una sociedad europea que se siente estancada, polarizada y desconectada del rumbo institucional. La sensación de ruptura no apunta a un único culpable, sino a un sistema percibido como incapaz de dar respuestas eficaces a los retos del presente. Es lógico. Las instituciones se perciben aletargadas, el estado del bienestar en declive, los recursos públicos malbaratados y las preocupaciones de la ciudadanía desatendidas. La desafección es uno de los múltiples retos para las próximas décadas, con las tesis más reaccionarias ganando terreno ante la incapacidad de las instituciones tradicionales para conducirla.