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Hugh Macdonald: ‘Música en 1853. La biografía de un año’

Los españoles somos muy dados a la cronología y por eso encasillamos a las personas -los intelectuales, sobre todo- en generaciones

Ilustración de la portada del libro de Hugh McDonald.
Ilustración de la portada del libro de Hugh McDonald.

Es un hecho notorio que las décadas centrales del siglo XIX se vivió un gran progreso en toda Europa. Primero, porque en el continente, sobre todo en Francia y en lo que entonces todavía no podía llamarse Alemania, se puso en marcha la red de ferrocarriles, lo que tuvo como consecuencia que la gente pudiera viajar y conocerse: interlocutar, que se dice ahora. Segundo, porque en la eficacia de los servicios postales, en particular dentro de las grandes ciudades, se alcanzaron niveles muy notables, facilitando también la comunicación entre las personas. Y tercero, por la emergencia de los balnearios como lugar de ocio -lo que hoy llamaríamos turismo termal- y de salud, lo cual a su vez se explica por los progresos de la química a la hora de analizar la composición del agua o, mejor, de las aguas de los distintos sitios.

1853 fue un año de esa época, cuando, desde el punto de vista del Zeitgeist, el romanticismo seguía siendo la corriente más poderosa aunque -es ley de vida, con carácter inexorable- empezaba su declive. Es el momento en el que este libro pone el foco, como recoge su propio título, que bien pudiera haber sido “La generación de 1853”.

Digamos de manera incidental que los españoles somos muy dados a la cronología y por eso encasillamos a las personas -los intelectuales, sobre todo- en generaciones: del 98 (no hace falta decir de qué siglo) o, ya en nuestra centuria, del 14 -con Ortega a la cabeza-, del 27 o del 36. En el bien entendido de que con ello no se está queriendo indicar que nacieran en ese preciso año: cuando vinieron al mundo fue mucho antes y esa fecha lo que recoge es el momento en el que, por tales o cuales circunstancias concurrentes (el desastre, tal o cual guerra, …), forjaron su personalidad y se lanzaron al estrellato, si se pueden emplear esas palabras.

En 1853, en concreto, y en lo que hace a los músicos, los que estaban en primera línea eran los del siguiente plantel, por mencionar sólo a los cinco más conocidos:

Johannes Brahms, de Hamburgo (1833). Un jovencito prometedor.

Héctor Berlioz, de La Côte-Saint-André, treinta años mayor (1803).

Robert Schumann, nacido en Zwickau (en lo que hoy es el Land de Sajonia) en 1810.

Richard Wagner, de Leipzig (1813).

Franz Liszt, de Raiding, en el este de lo que ahora es Austria, junto a la frontera de Hungría (1811).

Para contextualizar las cosas, recuérdese que Beethoven había fallecido en 1827 (y Chopin en 1849) y Mozart (muy joven) antes, en 1791. En 1853 ya estaban en el olimpo.

Lo que el libro relata es la relación personal intensísima, y más o menos cordial según quién, cuándo y dónde, entre esos cinco genios -la generación de 1853, si queremos seguir con esa manera de hablar- a lo largo de ese año. Es casi un diario, como lo acredita su estructura, que va por meses y también por lugares, como lo expresa su propio índice, que interesa reproducir por lo ilustrativo que resulta:

* 1. Brahms se marcha de casa (abril-mayo).

* 2. Berlioz y Spohr en Londres (mayo-julio).

* 3. Brahms y Liszt en Weimar (junio).

* 4. Wagner y Liszt en Zúrich (mayo-julio).

* 5. Berlioz en Baden-Baden y Frankfurt (julio-agosto).

* 6. Joaquim y Brahms en Gotinga y Bonn (julio-septiembre).

* 7. Liszt en Frankfurt, Weimar y Carlsbad (julio-septiembre).

* 8. Wagner en St.-Moritz y La Spezia (julio-septiembre).

* 9. Liszt en Karlsruhe (septiembre-octubre).

* 10. Schumann y Brahms en Düsseldorf (septiembre-octubre).

* 11. Liszt, Wagner y Berlioz en París (octubre).

* 12. Berlioz, Joachim y Brahms en Hannover (octubre-noviembre).

* 13. Brahms, Berlioz y Liszt en Leipzig (noviembre-diciembre).

* y 14. Los Schumann en los Países Bajos y Hannover (noviembre-febrero).

Como bien explica el autor en el Prefacio, “este libro es una biografía horizontal de la música”, partiendo de la base de que “las biografías suelen recorrer la vida de un solo individuo a lo largo de muchas décadas”, bien que recogiendo, en uno u otro grado, “la influencia ocasional o profunda de otras personas”. Aquí se trata justo de lo contrario: analizar la andadura de una pluralidad de individuos aunque en un arco temporal muy limitado: “un período de unos diez meses que encajan más o menos en el año 1853”.

En aquella época, la pequeña Weimar era, junto a Viena y París, la capital cultural de Europa

¿Es un libro de historia de la música -de la ópera, para precisar- y de los músicos? Por supuesto que sí, pero no sólo. Hay, por ejemplo, muchas referencias a lo que era a la sazón -hasta 1871- el mapa de Centroeuropa, con el Reino de Hannover con entidad propia en el paréntesis que va entre la ruptura en 1837 de la unión personal con Bran Bretaña y lo que en 1866 fue su anexión a Prusia. Recuérdese que desde entonces y hasta la Constitución de Weimar de 1919 devino una mera provincia prusiana y a partir de 1946 el territorio forma parte del Land de Niedersachsen, Baja Sajonia, con capital en efecto en la ciudad -sólo eso- de Hannover.

Y, puestos a fijarnos en reliquias políticas, merece un lugar propio el gran ducado de Sachsen-Weimar-Eisenach, que sobrevivió -él sí- a la unificación de 1871 y llegó hasta 1919. El pedigrí no podía ser más ilustre, sobre todo bajo el mandato de Karl-August (1758-1828), cuando allí vivían nada menos que Goetche y Schiller. Palabras mayores, dicho sea sin exagerar: en aquella época, la pequeña Weimar era, junto a Viena y París, la capital cultural de Europa. Como afirma el libro en la página 43 al hilo de la presencia allí de Liszt en la primavera del año en el que se pone el foco, seguía siendo “un santuario cultural para todos los alemanes cultos”.

¿Menciones estrictamente geográficas? También muchas, sobre todo en lo que tiene que ver con el Rhin y, más precisamente, con el tramo que discurre entre Coblenza (donde afluyen el Lahn por el este y el Mosela por el oeste) y Bonn. O incluso más arriba -más al sur-, en lo que va entre Maguncia (Mainz, donde llega el río Meno y donde en 1400 había nacido nada menos que Johannes Gutenberg, un orfebre llamado a hacer historia) y la tal Coblenza, porque es allí -lo recoge bien el plano de página 152- donde se encuentra la roca de Loreley, lo que nos aboca directamente a lo legendario e incluso a la mitología. Como bien se explica en página 154, “la leyenda de la hermosa doncella que vive en la roca y atrae a los hombres a la muerte en las fragorosas aguas del río les resultaba familiar a los alemanes desde que Clemens Brentano compuso su balada en 1801, y sobre todo después de que Heine redactara su poema Die Loreley en 1824. En el momento de su muerte, Mendelssohn preparaba sobre este mito una ópera que más adelante sería continuada por Max Bruch, quien la acabaría en 1863”.

En el momento de su muerte, Mendelssohn preparaba sobre este mito una ópera que más adelante sería continuada por Max Bruch

¿Qué decir sobre los balnearios? Referencias a Bad Ems (junto a Coblenza, precisamente), llamada por cierto a hacerse famosa en 1870 por el famoso telegrama que Guillermo I envió a Bismarck renunciando a la Corona de España para los Hohenlohe-Sigmarigen, cuya publicación desencadenaría la Guerra franco-prusiana, las hay en muchos momentos (por ejemplo, páginas 110 y 156). 

Y, cómo no, a Baden Baden (página 122: “el balneario de verano más deseado por las clases acomodadas”, cuyo acceso desde París se había visto facilitado al abrirse la línea ferroviaria a Estrasburgo), aunque “la familia imperial austríaca prefería Bad Gastein y Bad Ischl”, mientras que “el futuro Eduardo VII (…) encontró solaz en Marienbad” (página 125). 

Pero lo más relevante es la reflexión de orden general de página 123: “Es posible que la ineficacia de la medicina del siglo XIX llevara a muchos a tener fe en las aguas, pero para someterse a los diversos regímenes de baños que se ofrecían en los grandes balnearios de Europa no había que estar indispuesto o ser un hipocondríaco. Tomar el sol y bañarse en el mar se consideraban actividades indeseables e indecorosas, mientras que los establecimientos situados en el interior solían ofrecer vistas a las montañas y aire saludable, lejos el humo de las ciudades y de la aburrida presencia de la plebe. Los médicos analizaban la composición química de las aguas minerales y prescribían curas para las dolencias. Los hoteles ofrecían paquetes que solían incluir la asistencia diaria a los centros de tratamiento, donde por lo general se exigía a los visitantes y a los pacientes que consumieran el elixir líquido en cantidades industriales. Durante todo el siglo XIX, la clase alta de Europa solía pasar las vacaciones veraniegas de aquella forma”. De hecho, y volviendo a los músicos, “Wagner se sometía continuamente a diversas clases de hidroterapia, no paraba de beber agua durante todo el día y estaba decidido a encontrar una cura para sus enfermedades crónicas, incluida la erisipela. Solía viajar desde Zúrich para visitar con regularidad los numerosos Kurorte de Suiza”.

Sin el ferrocarril no se entiende nada de lo sucedido en la época que se describe en el libro de McDonald

Cabe añadir ahora que los balnearios terminaron dando lugar a su propia literatura, casi un género en sí mismo, cuya cima terminó siendo, en 1924, La montaña mágica de Thomas Mann, donde conocidamente la acción se desarrolla en Davos, en Suiza.

¿Presencia española en el libro? Poca o ninguna, con la salvedad -obligada- de Paulina (o Pauline, como se le llama en páginas 63 y 65) Viardot, “hija del profesor de canto Manuel García”. De ella se recuerda que “era una cantante de reputación internacional”, sobre todo después de haber actuado como mezzo en La captive en Londres en 1848 y en El profeta de Meyerbeer en 1849. Otras dos menciones bibliográficas pueden servir como recomendación al lector de estas líneas interesado en esa estirpe. Primero, Los García, una familia para el canto, de Andrés Moreno Mengíbar, con edición del Centro de Estudios Andaluz (y es que Manuel era sevillano, de 1775 en concreto): el apellido Viardot que usaba Paulina era el de su marido. Y segundo, Los europeos, con el subtítulo Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita, de Orlando Figes. La referencia trinitaria tiene que ver con Iván Turgénev, o Turgéniev, escritor ruso ilustrado en Francia, que, junto con el matrimonio, completa el elenco de protagonistas de la obra.

Pero el contenido del trabajo de Figes nos vuelve a llevar al ferrocarril, sin el que, en efecto, no se entiende nada de lo sucedido en la época que se describe en el libro de Macdonald. En página 12, en el Prefacio, se relata que “la línea entre Manchester y Liverpool se inauguró en 1830, algunos años antes que las líneas de Europa continental. En Alemania, la primera línea se inauguró en 1835, y la línea entre Dresde y Leipzig se completó en 1839; en Francia, la primera gran línea, entre París y Orleáns, entró en funcionamiento en 1842”. Y lo cierto es que “en 1853, las grandes ciudades de Europa estaban conectadas por una enorme red de ferrocarriles”. El autor anuncia que “la crónica ofrecida en estas páginas tiene una importante dimensión geográfica: observamos a los músicos desplazarse de una ciudad a otra, relacionarse entre sí, cruzar libremente fronteras y disfrutar del espíritu internacional”. Es el mismo argumento de Orlando Figes.

Lo que vino a continuación fue la Guerra Carlista, terminada, en agosto de 1839, con un pacto que tuvo mucho de rendición

Y ya para terminar y como apostilla: en España, la línea Barcelona-Mataró fue abierta sólo en 1848 y en 1851 la de Madrid-Aranjuez. Dos trenes de cercanías, dicho con palabras de hoy. La que conecta la capital con la frontera francesa del Cantábrico -así hablemos de Irún o de Hendaya como estación término-, que es la primera que merece ser llamada línea en el sentido propio del término, hubo de esperar, con la Ley de 1855 de por medio, hasta 1864. Del Teatro Real de Madrid hay que indicar se había abierto antes, pero únicamente en 1850 (y, de hecho, Verdi nos visitó en 1863). Lo nuestro era el rezago: había sido en enero de 1833, todavía en vida de Fernando VII, cuando Mariano José de Larra, recogiendo las desventuras de un francés que quería saber de sus ancestros, escribió ese gran texto costumbrista -toda una denuncia de los modos morosos y desatentos de la Administración de su tiempo- que es Vuelva usted mañana. Lo que vino a continuación fue la Guerra Carlista, terminada, en agosto de 1839, con un pacto -el Convenio o Abrazo de Vergara- que tuvo mucho de rendición: baste recordar que es la base de lo que mucho después, en 1978, en la Constitución, se insertó en una Disposición (mal llamada) Adicional, porque en realidad sustrae y no adiciona.

Desde 1986, hace unos cuarenta años, hemos ido recortando distancias en algunas cosas pero me temo que en lo que hace a otros aspectos seguimos siendo incorregibles: la modernización -vamos a emplear ese concepto, referido no sólo a las infraestructuras y que incluye elementos culturales profundísimos como es todo lo que evoca la palabra regeneración, por volver al discurso del 98- nos cuesta más que a otros.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Catedrático de derecho administrativo y abogado.

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