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El Ritz de París

El Ritz de París
Bar Hemingway. / Ritz

Sábado 16 de agosto, el taxi me deja en Place Vendôme pasadas las nueve de la noche. Me gusta esta plaza y siento fascinación por el Ritz de París. Más de una vez he navegado por su página estudiando sus habitaciones, viendo sus sillas, sus camas, sus muebles y sus colores. Es un lugar con unos precios desorbitados, donde la noche más barata no baja de los 2000€ y la más cara parte de los 40.000€. Entre esos rangos, otras tantas tipologías. Hace años, cuando revisé su web por primera vez, me di cuenta de que sus precios eran estáticos durante todo el año. Observo, con un poco de tristeza, que ya no es así y se han abonado a la gestión de ingresos. Es posible que las cosas no vayan tan bien como antes. De todos modos, veo que no tienen presencia en Booking.com y que sus canales de venta son metabuscadores, con lo que muy probablemente ni siquiera se han creado perfiles en las agencias clásicas y toda su venta online se realiza de forma más o menos directa por su web. Tripadvisor lo anuncia con los puntos de interés más cercanos e indican la distancia respecto al metro. ¡Qué brutos!

Tres años atrás ya entré en el Ritz con la intención de colarme en el Hemingway, el bar que Sostres define como el mejor del mundo. Iba con una chica y no podía hacerme más gracia poder enseñarle todos los sitios que Sostres ya me había enseñado leyéndole. L’oncle Sostres siempre nos prepara los planes para que no tengamos que pensarlo nosotros y así no cometer la atrocidad de mirar Tripadvisor. El caso es que en pleno noviembre el Hemingway está más demandado que a mediados de agosto, y nos tuvimos que quedar en otro bar que se encuentra justo en la entrada. Más de una hora de espera no valía la pena. Ahora París está muy vacía y se nota en todas partes, así que pruebo suerte el sábado por la noche con la bala del domingo en la recámara.

Entrar en el Ritz, para un empleadillo de tres al cuarto hijo de esa vieja clase media europea como yo, es una experiencia homologable a la del Charlie de Roal Dahl repitiendo sopa de repollo el domingo. Parece que estés flotando. El trato del portero es exquisito y el del Bellman indicándome el camino que ya conozco también. Me he vestido algo mejor de lo que es habitual en mis visitas de turista, con camisa blanca y unos sensacionales pantalones de lino estilo Julio Iglesias misión en Marbella. Me ha sorprendido ver lo mal que vestía la gente en la calle. El verano, supongo. Todos los franceses estarán yendo o volviendo de las fiestas de Gracia. Para llegar al Hemingway atravieso el vestíbulo, muy claro y de techo alto. A la izquierda hay el restaurante, que parece metido en una especie de bosque escondido en vidrieras. A la derecha se ve una zona de estar con mesas que bien puede ser otro bar, de colores rojizos oscuros y fucsia. Una chica asiática allí sentada se me queda mirando largo rato mientras ando. Le aguanto la mirada y me tienta acercarme y hablarle. Me divierto pensando en hacerle un bypass al sistema de precios y acabar durmiendo en una cama que vale dos años de mi sueldo bruto, aunque muy rápidamente mi mente me pone en mi sitio. Un hombre que ha pagado una cámara en el Ritz no es alguien con quien quiera tener problemas. No digamos ya si fuera ruso o árabe. Atravieso el lobby y me escurro por el pasillo que hay a la derecha, cruzo las larguísimas galerías con sus negocios vende-aire a precio de oro, ya cerrados, hasta que llego a la pequeña plaza donde hay el bar en que tuve quedarme la última vez que visité el hotel. Esta vez no hay cola. Bien. Me encuentro a otro portero, Jerome, que vigila la entrada del Hemingway. Tengo a cuatro personas delante de mí y cuento que no tardaré demasiado en entrar. Él me dice que así espera que sea con la misma exquisitez que sus compañeros. Van pasando los minutos y empieza a apelotonarse gente detrás de mí. Pasa el tiempo y algunos abandonan la cola, mientras yo entablo conversación con unos alemanes muy simpáticos que ya conocen el local. Nos caemos tan bien que decidimos que nos sentaremos juntos cuando entremos, y lo hacemos pasadas las diez. El lugar tiene encanto y el trato es sensacional. Los cócteles no bajan de los 39€, y mi nuevo amigo alemán me dice que nota la inflación respecto a la última vez, cuando pagó 30€ por la misma bebida. Veo en la carta opciones que llegan a los 500€ y a los 1.500€. A mí me costaría disfrutarlo, pero asumo que a cierto nivel estas cosas dan igual. Bebo algo llamado Hadley, un coctel suave de champagne que no conozco pero que me vale. No me parece nada del otro mundo, pero tampoco sé escoger. Qué sé yo. La conversación fluye agradable y yo siento que he cumplido mi objetivo. Acabo saliendo con estos chicos cuando nos cierran el bar, pasadas las 23, y nos vamos al Hoxton, un hotel con algo de música donde veo a un grupito de expats españoles que me recuerdan a mi yo de hace diez años. Hablo con una chica de Valladolid y un chico de Barcelona que han montado un centro de fisioterapia en la ciudad. Me cuentan que en España no se les valora y ninguno de los dos tiene planeado volver.

Cierro la noche volviendo a mi hotel sobre las 2. Estoy bien, contento. Ya está. Veo la ciudad limpia y de fácil paseo, todo ha resultado agradable. Hay sol, pero no sufrimos el calor sofocante que vivimos en casa. Ni siquiera el viaje de más de seis horas en tren se me hizo pesado. La inmigración está presente en todas partes, si bien no da ningún problema. Ya sé que la banlieue es otra cosa y obviamente hay matices, pero a la izquierda, y a la gente que vota a la izquierda, hay que entenderla porque si no es muy difícil operar sobre la realidad. 

De todos modos, hay algo decadente en París, algo de rebufo de tiempos mejores y de que se vive más de lo que fue que no de lo que va a ser. Una sensación europea. El atardecer pinta la ciudad de una luz lánguida, fina. ¿Acaso nos hace falta algo más?

Quim Boldú
Quim Boldú
Quim Boldú, profesional del sector turístic

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