Contra los vaticinios de los zahoríes locales, no hay una regresión ultraconservadora en Europa. Detrás de esa ripia que airean juglares de baja ralea como Sarah Santaolalla, se encuentra un miedo fundado: el fracaso de las capacidades taumatúrgicas de la voluntad.
No habrá un mundo ni un hombre nuevo porque la masa lo desee, Delgado-Gal dixit. Tampoco por invadir el circuito de la Vuelta a España. Lo lamento, queridos amigos: son ustedes más intuitivos que una máquina de hilar victoriana. No hay reducción a escombros que garantice la constitución de una sociedad nueva.
Quizá las preguntas de un obrero que lee, formuladas en su día por el icónico comunista Bertolt Brecht, son paradójicamente la constatación de que somos hijos de un pasado inextirpable. Todo se lo debemos a un tercero, y todo es obra de todos. Tan fácil como esto. Quizá, e insisto en el quizá, el verso de la Internacional “del pasado hay que hacer añicos” ha alimentado, en parte, la verdadera amenaza contemporánea: el individualismo.
Un itinerario filosófico-político que fácilmente, y a los hechos me remito, nos conduce del idealismo al irracionalismo. Dicho de otro modo, del compromiso con quienes nos precedieron al viajecito para desconectar en Bali aprovechando el Día de Todos los Santos. No nos engañemos: nuestros jóvenes están obsesionados con desarrollar su individualidad y romper con cualquier estructura dada. Si quieres, puedes. Si quieres, eres; pregonan los pirómanos de la convivencia.
Un coaching que embadurna todo cuanto hacemos, y empuja al pobre a invertir sus ahorros en bolsa o a almas cándidas a montar una sentada en favor de los civiles asesinados en Gaza, creyendo que a Netanyahu le temblarán las piernas.
Es por ello que no hay reacción conservadora, porque el conservadurismo, el del viejo Burke preocupado por la revolución francesa de 1789, resulta inexistente en la Cámara y está tocado de muerte en la calle.
La izquierda posmoderna y el liberalismo ultramontano coinciden en un máxima: progresar es barrer toda constricción biográfica. En cambio, el conservador, el real y no su caricatura, nunca defenderá abandonar aquello que fue ni supeditará su destino al libre albedrío de las bajas pasiones.
Esta Europa sin apenas cimiento moral, necesita conservadores críticos con la razón como valor absoluto, atentos a la realidad social de la mayoría de sus conciudadanos, y feroces enemigos del trampantojo autodeterminista que unos y otros imponen.