En Centroeuropa tenemos una guerra mortífera y cruel que se inició cuando la Federación de Rusia (Rusia) decidió invadir Ucrania el 24 de febrero de 2022 y la Administración Biden decidió frenar el acuerdo de paz que estaba listo para la firma a finales de abril porque esa guerra debilitaba a uno de sus principales enemigos geoestratégicos sin causarle una sola baja y abría un foso entre la UE y Rusia que habían estrechado sus relaciones diplomáticas y lazos económicos tras la disolución de la URSS. Por si las moscas, Biden ordenó volar los gasoductos North Stream I y II para que el foso con Rusia se agrandara y la UE pasara a depender energéticamente de Estados Unidos. La brecha abierta en Centroeuropa nos devuelve a una situación de guerra fría y la apropiación de los rendimientos de los activos de Rusia mantenidos en la UE y su utilización para financiar la ayuda de la UE al gobierno de Ucrania no va a olvidarse con facilidad. No cabe duda de que la guerra ha aumentado las suspicacias entre los países fronterizos con Rusia y creado un ambiente definitivamente prebélico.
La madre de todas las amenazas
Pero por respeto a la verdad, hay que reconocer que la semilla del conflicto actual se sembró mucho antes y hay que remontarse a ese momento crucial en que Estados Unidos, sopesando la debilidad de Rusia, decidió en 1995 contravenir las promesas hechas a Gorbachov por todos los líderes occidentales, y poner en marcha la política de ‘puertas abiertas’ para iniciar la expansión de la OTAN hacia el Este de Europa. Polonia, Chequia y Hungría, se incorporaron a la Organización Atlántica en 1999. En 2004, lo hicieron los tres países Bálticos que habían sido repúblicas de la U.R.S.S. y otros países, como Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, y Rumania, cuyos territorios habían estado integrados en el Pacto de Varsovia. Albania y Croacia se sumaron a la OTAN en 2009 y Georgia y Ucrania fueron también invitadas a hacerlo en la cumbre de Bucarest en 2008. Otros países fronterizos o muy próximos a Rusia, como Finlandia y Suecia, tradicionalmente neutrales, decidieron integrarse en la Alianza en 2023 y 2024, respectivamente.
Cualquier observador independiente, concluiría que Rusia está cercada por bases militares de la OTAN equipadas con misiles balísticos a lo largo de toda su frontera europea y la última palabra sobre el uso de los mismos la tiene Washington, no Bruselas. No obstante, los comandantes supremos de la Organización ven el escenario de un modo completamente distinto. En la cumbre del Comité Militar de la OTAN que reúne a los 32 responsables de defensa de los países miembros, celebrada en Riga el 26-27 de septiembre, el presidente Cavo Dragone marcaba el tono de la reunión con sus primeras palabras de bienvenida: “nos reunimos en un momento histórico, la brutal guerra de agresión de Rusia contra Ucrania continúa. Hoy, expreso mi completa e inequívoca solidaridad con todos los Aliados cuyo espacio aéreo ha sido violado”.
En el documento publicado en la página web de la Organización, se insistía en “que la Alianza se enfrenta a crecientes hibridas e irresponsables conductas, [y] el Comité Militar está completamente de acuerdo en la necesidad de reforzar la posición de la Alianza, y las capacidades para hacer frente a un escenario degradado de seguridad”. Estamos -dice- preparados para responder “a cualquier amenaza por aire, tierra o mar con resolución y proporcionalidad”. Esperemos que se trate de una amenaza algo más sólida que la que llevó a la OTAN a realizar maniobras en el mar Báltico en junio de 2023 para encubrir la colocación, por los cuerpos especiales de submarinistas del ejército estadounidense, de potentes cargas explosivas en los gasoductos North Stream I y II que serían detonadas en septiembre para no dejar pistas. Quiero recordar que algunos de los países de la Alianza se apresuraron a apuntar a Rusia con su dedo acusador.
La amenaza rusa
Ahora, estamos ciertamente viviendo momentos en que se nos informa todos los días de que drones y aviones de combate rusos entran en el espacio aéreo de algún país de la OTAN. El gobierno ruso, naturalmente, ha desmentido esas informaciones. Podría ser cierto, y reconozco no tener ninguna evidencia en sentido contrario, pero no me atrevo a descartar tampoco que se trate de un bulo interesado. ¡Jesús, las cosas que hemos visto! Quienes nos opusimos en la medida de nuestras limitadas fuerzas a la invasión de Irak en 2003, recodamos muy bien haber sido informados de que el presidente Hussein disponía de armas químicas de destrucción masiva, un bulo fabricado por los servicios de inteligencia estadounidenses y británicos para justificar una guerra que produjo una de las peores catástrofes humanitarias del siglo XXI. Las armas de destrucción masiva no se encontraron nunca, pero Bush y Cheney se salieron con la suya y el pueblo iraquí lo pagó muy caro.
Y es que no ya en una guerra, sino incluso en sus prolegómenos, no cabe esperar que ninguno de los dos bandos nos diga la verdad, y en el actual ambiente prebélico a la cúpula de la OTAN y a los gobiernos Occidentales les interesa exagerar la amenaza rusa para lograr su principal objetivo: aumentar el gasto militar. No hace falta indagar en exceso para descubrir que se trata de una exageración interesada puesto que al mismo tiempo que se nos atemoriza se jactan de la incapacidad del ejército ruso para culminar con éxito la invasión de Ucrania. ¿Cómo puede ese ejército incapaz de tomar Kiev invadir Finlandia, Polonia o Rumanía? La contradicción resulta tan evidente que debería ponernos en alerta para que el amigo ‘americano’ no vuelva a llevarnos con falsas pretensiones al huerto y nos convierta en cómplices de sus operaciones para desestabilizar gobiernos o invadir países con una brutalidad desproporcionada.
¿Queremos parar la guerra?
Casi cada día escuchamos que las ciudades ucranianas sufren brutales ataques de drones y misiles rusos, pero lo cierto es que el número de víctimas se cuentan con los dedos de las manos en la mayoría de los casos. Lejos de minimizar el dolor y la miseria causados por esos ataques, de ahí que mi principal deseo sea detener la guerra. No obstante, me gustaría hacer dos observaciones para no perder la perspectiva. La primera es que noto cierto abuso del lenguaje en esas informaciones, porque quizá la palabra brutal la deberíamos reservar para bombardeos que resultan en centenares, miles o incluso decenas de miles de fallecidos, como los realizados por la Luftwaffe sobre ciudades del Reino Unido o las fuerzas aéreas aliadas sobre las ciudades alemanas y japonesas durante la II Guerra Mundial, o los incluso más brutales realizados por los estadounidenses en Vietnam y Camboya unas décadas después. La segunda observación es que Zelenski está en su derecho de sacar pecho cada vez que ataca posiciones en el interior de Rusia, pero cada vez que ordena uno de esos ataques está poniendo en peligro a sus propios ciudadanos y no debería sorprenderle que Putin no le responda enviando paquetes con ayuda humanitaria.
Esta guerra ha dejado ya centenares de miles de víctimas, ucranianos y rusos, pero ni a Putin ni a Zelenski y a sus aliados parecen pesarles demasiado. Al contrario, la única música que escuchamos es el redoblar de los tambores de la OTAN exigiendo a sus miembros aumentar el gasto en defensa para contrarrestar con más eficacia las insaciables ansias expansionistas del malvado Putin. La realidad es bien distinta de cómo nos la pintan los voceros de la guerra: Putin estaba dispuestos firmar un acuerdo para poner fin al conflicto en abril de 2022, apenas dos meses después de haber invadido Ucrania, a cambio de garantizar la seguridad de Rusia, y Estados Unidos decidió paralizar la firma para prolongar una guerra que consideraba provechosa para sus intereses, porque, a diferencia de otras aventuras militares, esta guerra subrogada debilitaba a Rusia sin sufrir una sola baja estadounidense.
¿Están los países Occidentales dispuestos a ofrecer a garantizar la neutralidad de Ucrania y, por tanto, su exclusión de la OTAN? ¿Estamos dispuestos a desmantelar las bases de la OTAN que rodean a Rusia a cambio de que Rusia retire sus bases militares cerca de la frontera con las exrepúblicas de la U.R.S.S. y antiguos países miembros del Pacto de Varsovia? En definitiva, la pregunta que debemos hacernos los europeos es si queremos sentar las bases de una convivencia pacífica y duradera y propiciar la cooperación económica en Europa o seguimos las directrices de Washington de debilitar a Rusia para garantizar la hegemonía de Estados Unidos.