La guerra de Ucrania y el conflicto palestino-israelí han vuelto a evidenciar la incapacidad europea para pasar de los discursos a los hechos. Su irrelevancia creciente frente a China o EE.UU.; la crisis económica que golpea a Francia y Alemania, preludio de lo que se avecina; la atomización política producto del agotamiento de socialdemócratas y conservadores, los partidos que gobernaron Europa tras la II Guerra Mundial; la fortaleza creciente de partidos euroescépticos o que cuestionan el mainstream basado en el wokismo, la inmigración sin límites, la presión fiscal desbocada y la proliferación de normativas que ahogan la libertad individual, son algunos de los problemas que paralizan Europa.
Las Instituciones europeas son vistas por la población como un inmenso aparato burocrático con incontinencia normativa. Sólo el TJUE mantiene prestigio por poner límites a los desvaríos estatales y, por ejemplo, al abuso de grandes corporaciones como la banca.
Por si fuera poco ahora pretende imponer un control digital, absolutamente liberticida.
Frente esta realidad caben, teóricamente, dos caminos. Fortalecer la legitimidad democrática con una presidencia elegida por sufragio universal o retroceder salvando el mercado único, la libre circulación de personas, el control de fronteras exteriores y la defensa a través de la OTAN. La primera opción enfrenta dificultades, a mi entender, insuperables. La identidad nacional es muy fuerte y más ahora que se ha roto la hegemonía absoluta de conservadores tradicionales y socialdemócratas. Sólo queda la segunda. Mejor afrontarla antes de que sea demasiado tarde.