Correlación no implica causalidad, y menos en economía. Sorprende tener que explicarlo a esta alturas, pero así estamos. Durante las últimas jornadas, ha proliferado en medios la idea de que tener pocas personas autoempleadas -lo que viene a ser un autónomo, vamos- es sinónimo de una economía sólida. ¿El origen de la afirmación? La aparición de una tabla en X, que indica que los países más pobres del mundo tienen una alta presencia de «autónomos».
Se trata de una verdad a medias, pero en ningún caso atribuible a la realidad española. Una caída abrupta del autoempleo en un contexto de bajo crecimiento y baja productividad -que, por si alguien lo dudaba, es nuestro caso– no es síntoma de “bonanza”, sino de asfixia. Cuando emprender o trabajar por cuenta propia deja de ser viable -por impuestos, trabas administrativas o falta de seguridad jurídica-, no es que la economía mejore: es que se está estrechando el espacio para la iniciativa individual.
Pero empecemos por el principio. La proporción de autónomos no es buena ni mala por sí misma. Todo depende del contexto. Afirmar que perder autónomos es prueba irrefutable de mejoría económica sin mirar ningún otro indicador es tan absurdo como afirmar lo contrario. No es suficiente información para saber si vamos bien o mal. Necesitamos más datos. Datos que, por supuesto, tenemos.
El número absoluto de afiliados al Régimen Especial de Trabajadores Autónomos ronda los 3,38 millones. Su peso sobre el empleo total se mantiene en torno al 15,7 %, un porcentaje que tiende a estabilizarse o incluso reducirse. Esta evolución coincide con un entorno de productividad estancada -el PIB por hora trabajada apenas ha crecido un 1,5 % desde la pandemia- y con un marco regulatorio que encarece el autoempleo: el nuevo sistema de cotización por ingresos reales, vigente desde 2023, y las subidas de cuota previstas para 2026 -de entre +11 y +206 euros mensuales según tramos- castigan severamente la viabilidad para muchas actividades de bajo margen.
Las pymes españolas registran caídas de productividad del 0,7 % interanual y sufren una fuerte presión de costes: los costes laborales de las empresas más pequeñas han aumentado en torno al 25 % desde 2021 y el acceso al crédito se ha endurecido. El resultado es un proceso silencioso de concentración empresarial: entre 2019 y 2025, el número de microempresas con empleados ha caído cerca de un 2 %, mientras las medianas y grandes compañías crecen un 11,9 % y un 24,4 %, respectivamente. Es decir, la base del tejido productivo se estrecha y la riqueza está cada vez en menos manos.
En este contexto, una menor proporción de autónomos no refleja prosperidad, sino asfixia selectiva. La economía crece -el PIB avanzó un 0,8 % en el segundo trimestre de 2025, uno de los mejores ritmos de la UE-, pero lo hace sin ganancias de eficiencia y a costa de una estructura cada vez más concentrada. Crecemos en PIB absoluto y empleo a base de crear nuevos pobres; con trabajos muy mal remunerados que se contabilizan como nueva ocupación y hacen crecer el PIB, claro, pero sin enriquecer a la ciudadanía. De hecho, es más pobre. Menos autónomos no significa “más salud” económica si la causa es la pérdida de viabilidad de la iniciativa individual. No hay que reducir el número de trabajadores por cuenta propia, hay que aliviar su carga fiscal y simplificar su marco regulatorio. Lo contrario -ahogar al autónomo mientras se celebra su desaparición- no es una señal de progreso, sino de empobrecimiento silencioso del tejido productivo.
Dicho de forma clara: si los indicadores domésticos mostraran una economía en expansión real, con productividad al alza, salarios sostenidos y poder adquisitivo en aumento, entonces podría tener sentido interpretar la caída de los autónomos como un reflejo de mejora estructural. Pero no es el caso. Vamos mal: la productividad por hora trabajada apenas ha crecido desde 2019, el poder adquisitivo medio ha caído más de un 5 % en términos reales, la competitividad exterior se ha erosionado y el déficit comercial supera nuevamente los 40.000 millones de euros. Mientras tanto, la inflación acumulada ha subido mucho más que los salarios –la inflación acumulada desde 2020 es de alrededor del 20 %, y el salario medio ha subido nominalmente solo un par de puntos porcentuales cada año-, y España sigue a la cola de la renta per cápita europea, con unos 28.000 € frente a los 38.000 € de media de la zona euro.
Las economías más competitivas tienen un tejido autónomo y de pymes sólido, flexible y altamente productivo. Es el caso de Alemania, Japón, Países Bajos, Corea del Sur y Estados Unidos, donde las pequeñas empresas generan más de la mitad de los nuevos empleos y el 45% del PIB.
En los países más pobres, el alto número de trabajadores por cuenta propia aparece por necesidad, sí; pero eso no convierte al autoempleo en algo negativo, sino que refleja la falta de oportunidades formales y de apoyo institucional en contextos misérrimos. El error es usar ese contexto de precariedad para desacreditar al autónomo de un país desarrollado, que no se autoemplea por falta de opciones, sino porque aporta valor, innovación y competencia al sistema. La diferencia no está en la cantidad, sino en la calidad, la productividad y la libertad con la que se emprende.
Confundir eso con un argumento a favor de reducir el autoempleo en un país desarrollado es no entender la causalidad económica. Punto. En las economías avanzadas, los autónomos y las pymes son el núcleo de la competencia, la innovación y la distribución equilibrada de la riqueza.
Reducir el número de autónomos sin fortalecer el tejido productivo significa, como ya hemos aclarado, concentrar la actividad económica en menos manos, lo que a su vez deriva en mayor poder de mercado, prácticas oligopolísticas y menor dinamismo. Justo lo contrario de lo que necesita una economía sana. Estamos cavando nuetsra porpia tumba.




