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Maestros o acompañantes, por Jordi Aragonès

Mestres o acompanyants
Aula de un colegio en Cataluña. / X.

Jordi Aragonés. Profesor de secundaria.

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Quienes nos dedicamos a la enseñanza, ya sea en primaria, secundaria o universidad, conocemos —y a menudo padecemos— los estragos de las modas pedagógicas que arrasan las aulas desde hace unos años. Entrábamos en la profesión con una idea clara de lo que veníamos a hacer: enseñar conocimientos y transmitir habilidades que, lejos de ser anticuadas, siguen siendo imprescindibles para que nuestros alumnos prosperen muchos años después de nuestra última lección. Hablo de la oratoria, la corrección, los buenos modales, la disciplina, el esfuerzo y la constancia. Se aprenden en casa, sí; pero basta pasar cinco minutos en un comedor escolar para comprobar que la escuela todavía tiene mucho que decir y corregir.

Esto es lo que yo tenía en mente cuando decidí hacerme profesor. Me apasionaba la historia y había disfrutado enormemente de las clases del profesor Ricard Illa: un excelente docente y una excelente persona. Aquellas lecciones artesanales, sin saturación de pantallas ni artificios digitales, eran humanidades en estado puro. Clases dictadas, explicaciones a viva voz, tiza, apuntes y —¡qué temeridad!— exámenes: a final de tema, de trimestre y de curso. Nervios, rigor y saber hacer. Funcionaba.

Todo aquello que aprendimos en la secundaria y el bachillerato nos fue de enorme utilidad. No solo por los datos o los contextos memorizados, ni por la caligrafía que mejoró exponencialmente. Era una formación que nos preparaba para la universidad: saber escuchar, tomar apuntes, organizar el conocimiento, y después ampliarlo con libros y otras fuentes. Nos enseñaron a pensar y a aprender, pero a través del conocimiento y del maestro, no de la improvisación permanente.

Después, terminados los estudios, cometí el error (necesario para ser docente) de dedicar un año más a un máster de formación —o de deformación— del profesorado. Allí se nos anunció solemnemente que ya no seríamos maestros, sino “acompañantes”. Que no debíamos transmitir conocimientos, sino ayudar a los alumnos a “aprender a aprender”. Se nos repetía que la memoria y el estudio eran cadenas del pasado, y que todo debía ser “competencial”. Que la autoridad del maestro era un obstáculo; que las notas eran traumáticas; que la educación debía ser siempre divertida y llena de descubrimientos. Que la tiza y los apuntes debían dejar lugar a pizarras interactivas, tabletas y portátiles. Y que el libro de texto era un símbolo opresor.

Mientras tanto, muchos alumnos pasan de curso sin saber leer correctamente, con errores ortográficos donde antes había normas claras, y con una expresión oral empobrecida porque casi nadie les corrige. El profesor se ha convertido en un animador socioeducativo, debe estar más pendiente de dinámicas lúdicas que de impartir contenido. Y cuando se atreve a exigir, corre el riesgo de tropezar con la burocracia, los protocolos o las quejas inmediatas.

Ahora bien: el sentido común, la experiencia profesional, la investigación seria y la evidencia de los resultados —con las pruebas internacionales como PISA en caída libre— nos indican que esas recetas milagrosas están llevando la educación al precipicio. Una escuela sin exigencia es una escuela sin oportunidades. Una escuela sin maestro en el centro es una escuela sin brújula.

Y, a pesar de la crisis educativa, en Cataluña la Generalitat encarga a los mismos promotores del desastre el diseño de la solución. La Fundación Bofill y otros gurús pedagógicos continúan profundizando en el hoyo en lugar de empezar a trepar para salir de él. Es como encargar a las plataformas antinucleares un plan energético viable o pedir al Sindicato de Inquilinos que resuelva la falta de vivienda. Una rendición intelectual disfrazada de progreso.

Fuera de aquí, cada vez más países están dando marcha atrás: recuperando los contenidos, la centralidad del profesor, la evaluación clara y la cultura del esfuerzo. Tomando de nuevo los libros y escondiendo urgentemente las distracciones de las pantallas. Porque han entendido que la igualdad de oportunidades no se construye rebajando el nivel, sino ayudando a los alumnos a llegar aunque cueste. Sobre todo a los más vulnerables, que son los primeros damnificados del pedagogismo vacío de sustancia. Si un alumno tiene dificultades no debemos limitarlo con un diagnóstico que lo encasille en esa supuesta limitación, debemos ayudarlo a superarse y mejorar. El mundo del mañana y, sobre todo, el mercado laboral, no harán diagnósticos, simplemente dejarán atrás a quienes no puedan competir.

Ha pasado suficiente tiempo para poner en la balanza el modelo antiguo y el nuevo. Y ya no podemos mirar hacia otra parte. Quienes nos tomamos en serio la profesión, quienes aprendimos con un modelo que funcionaba y se nos ha pedido que lo derribáramos, debemos decir: basta. Hay que dejar atrás la ideología y volver a lo que siempre ha funcionado: el maestro como guía, el conocimiento como fundamento y el esfuerzo como camino. Recuperemos, sin complejos, los valores que pueden sacarnos del hoyo: disciplina, dedicación, memoria, exigencia y respeto.

El futuro de nuestros jóvenes —y del país— lo merece. No podemos permitirnos seguir equivocándonos.

@jordiaragonesm

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