Con motivo del fallo que condena al Fiscal General, los críticos, por lo general, adscritos al sector progubernamental, encabezados por el propio Jefe del Gobierno y sus ministros, han utilizado en su censura la tradicional respuesta valorativa: acato, pero discrepo. Con la primera parte de la afirmación se subraya el respeto a los fallos de los Tribunales (respeto que a renglón seguido se mostrará inexistente) y a la separación de Poderes, sin perjuicio del derecho a disentir. Eso es, al menos, lo que formalmente se quiere transmitir. Luego la realidad es muy otra.
Con la advertencia de la discrepancia se reivindica el indudable derecho a criticar las resoluciones judiciales, amparado por la Constitución, y concretamente con lo que, a su vez, enlaza con lo establecido en su artículo 20, que proclama el derecho de toda persona a la libertad de opinión, expresión y difusión del pensamiento. El derecho a la crítica de las sentencias es una manifestación del que tiene toda persona a examinar y emitir juicios sobre los fallos o decisiones de los Tribunales, y eso, además, es vivificante para la salud de la democracia mientras que no se traspasen las fronteras de la verdad y el respeto a las personas y, sobre todo, a las Instituciones del Estado.
En el caso que ocupa estas páginas, empero, al comentario sobre la conjunción de acatamiento y discrepancia se añade otra aseveración, huérfana de especial fundamentación, cuál es la de que la sentencia del TS no es justa. Nótese que no se dice que esté infundada o inmotivada o carezca de argumentación (tampoco se podría decir eso sin haberla leído), sino que es injusta, sin más, y esa valoración no variará diga lo que diga el fallo cuando sea completamente conocido.
De esa manera se abre la puerta a una tercera vía entre reconocer que se trata de una sentencia ajustada a la legalidad, pero excesivamente severa (el viejo brocardo dura lex sed lex), y la denuncia de ilegalidad del fallo, que equivaldría a la imputación de prevaricación (a alguno de los críticos se le ha calentado la boca y lo ha dicho expresamente).
La reflexión sobre lo justo o injusto sitúa la crítica en un nivel ajeno al derecho positivo, acudiendo a la también antigua diferenciación entre lo jurídicamente correcto y lo materialmente justo. Si la sentencia se califica de “injusta” se expresa una valoración material ajena a los razonamientos jurídicos, que es de índole sentimental, y, por eso mismo, ancla su fundamentación en la subjetividad de quien lo dice, en sus personales ideas sobre lo que está bien y lo que está mal, con independencia de lo que digan las leyes, pero, en este concreto caso, en sintonía con lo que desea el Gobierno.
Por ese camino se puede censurar a un Tribunal escudándose en la idea de que no se le acusa de prevaricación, pues no se dice en ningún momento que la sentencia sea ilegal con arreglo al derecho penal, sino, tan solo, que es “injusta”, condición que es compatible con su “legalidad formal”.
El lector (si lo tengo) dirá, con bastante razón, que los políticos, periodistas y voceros varios, que han expresado su convicción de que la sentencia era injusta, no han elaborado mentalmente un razonamiento preciso sobre la diferencia entre lo lícito y lo justo, sino que hablan a grosso modo, y, por si alguna duda quedara, se añaden, por algunos, explícitos insultos y descalificaciones contra el Tribunal que la ha dictado, acusándolo de politización y militancia antigubernamental, lo cual es gravísimo, máxime si se tiene en cuenta que esa oleada de injurias forma parte de una campaña de acoso y vituperación de los jueces puesta en marcha desde el propio Gobierno.
En realidad, lo que subyace es una irracional, pero consciente, voluntad de colocar la acción de gobierno y las decisiones tomadas en el marco de esa acción por encima de cualquier limitación, aunque se trate de la Constitución. Si el Gobierno quiere seguir una línea política determinada eso se eleva a la categoría de canon de corrección al que se han de subordinar las leyes y todos los Poderes del Estado.
En la ocasión que determina estas pocas reflexiones, el Tribunal Supremo ha osado discrepar del “pre-juicio” que se había realizado y sentenciado en relación con la actuación del Fiscal General en los hechos objeto del proceso, y esa discrepancia, que se fundará en los razonamientos jurídicos de la sentencia, no puede ser admitida, y al proclamar la “injusticia del fallo” se anticipa otra idea: todo lo que se oponga a esa valoración material será, con toda seguridad, leguleyesco, esto es, verborrea conceptual de juristas para vestir y ocultar la injusticia que cometen, disfrazándola de decisión jurídicamente correcta.
Se desliza así, una vez más, la pavorosa reivindicación irracionalista del sentimiento del pueblo como algo superior y más importante que lo que puedan decir las leyes y los juristas (raza vil, como la de los cortesanos del Rigoletto) que se pliega a la defensa de los intereses de grupos o fuerzas oscuras que, en todo caso, tienen sus propias intenciones que no coinciden con las de la sana “mayoría democrática”.
En términos jurídicos es posible discutir, pero eso no es tan fácil cuando la clave de la valoración de una sentencia es de índole política o sentimental, lo que da paso a los posicionamientos sectarios. Nada es nuevo, por supuesto, y esa es una película que la hemos visto muchas veces. En la manera de pensar que anida en esas maneras de enfocar la crítica late la convicción sobre la existencia de órdenes inmutables superiores a legisladores y jueces.
Esa idea sobre el sentido del Derecho prevaleció durante mucho tiempo en la historia de Europa, hasta que por empuje del pensamiento ilustrado se arrumbaron las ideas preconcebidas y se abrió paso la convicción de que el derecho legislado era lo único que garantizaba el correcto sentido del Estado de Derecho, comenzando por la certeza de las leyes. Empezaba así la prioridad del positivismo, de la mano de la fuerza garantista de la legalidad.
La democracia parlamentaria atribuye al Legislativo el poder de crear Leyes, y al Poder Judicial la obligación de interpretarlas y aplicarlas. El sentido de esas leyes estará vinculado a las ideas de las mayorías que las aprueban que, por supuesto, pueden no acertar o crear grupos discrepantes, pero así es el insustituible sistema democrático. Cuando un individuo o un grupo proclama que algo es justo o que no lo es se expresa una manera de contemplar el problema, pero que no será la única.
Críticamente se ha dicho que no es prudente “sacralizar” las leyes, porque pueden estar equivocadas, y la sumisión silenciosa y bajo amenaza es propia de sistemas autoritarios. Eso es verdad, y la producción legislativa ha de ser controlada constitucionalmente. Pero igualmente rechazable es el extremo contrario, que consiste en querer imponer valoraciones sobre lo que es justo o injusto al margen de lo que digan las leyes penales, que es lo que ha sucedido en el caso que motiva este comentario, lo cual es particularmente sorprendente proviniendo de un Gobierno y grupo político especialmente adicto al populismo punitivo y a la incontrolada creación de leyes modificadoras del Código penal.
Todo ello contribuye al sistemático daño a la imagen que en nuestro tiempo tienen el derecho y la justicia penales.





