Uno de los temas del momento, aunque no de nueva fornada. El mercado laboral español arrastra desde hace décadas un problema estructural: el sistema público de pensiones, a grabado por un contexto poco alentador. La creación de empleo en España, como venimos explicando hasta el aburrimiento, se ha basado más en volumen que en calidad: muchos puestos, pero con baja productividad y salarios reducidos. Esta dinámica, más allá de aumentar la pobreza, neutralizar el ascensor social, acrecentar desigualdades y tensar los servicios públicos -casi nada-, debilita las cuentas de la Seguridad Social, porque las cotizaciones son insuficientes para sostener el gasto creciente que se avecina con la jubilación masiva de la generación del baby boom.
El modelo actual funciona como una suerte de estafa piramidal: las pensiones de hoy se pagan con las cotizaciones de los trabajadores actuales. Mientras la base de cotizantes era amplia y los jubilados pocos, el sistema podía mantenerse. Pero ahora la pirámide se invierte: menos jóvenes con sueldos bajos sostienen a más mayores con pensiones elevadas. La única estrategia política parece ser “tirar la pelota hacia adelante”, aplazando reformas de fondo y confiando en que el próximo gobierno gestione el problema.
Hay factores aún más agravantes: precariedad laboral, con contratos temporales y salarios ajustados que reducen la capacidad de financiación; expats cualificados insuficientes que, aunque aportan empleos de calidad, su número es demasiado pequeño para equilibrar la balanza; dualidad económica con sectores como turismo y hostelería que generan mucho empleo, pero de baja productividad, mientras que la industria avanzada sigue siendo minoritaria y envejecimiento demográfico, con un gasto en pensiones que crecerá exponencialmente en los próximos años.
El futuro de las pensiones en España no puede seguir dependiendo de un esquema que recuerda a una pirámide financiera. Sin reformas profundas, el sistema se limitará a sobrevivir a base de parches, comprometiendo la estabilidad económica y social del país. La pregunta no es si habrá que reformar, sino cuándo y con qué valentía política se afrontará el reto.




