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En el artículo anterior diagnosticábamos el mal profundo que afecta a nuestro sistema educativo: una «escuela vacía», fruto de una pedagogía blanda que ha renunciado a la exigencia y ha menospreciado el valor del conocimiento. Pero la crítica, para ser útil, debe ir acompañada de propuestas. Si realmente queremos revertir esta situación en Cataluña, no basta con lamentar los resultados del informe PISA. Es necesario trazar un camino claro, concreto y valiente para recuperar el auténtico sentido de la educación. Este camino no pasa por fórmulas mágicas, sino por volver a principios sólidos que nunca deberíamos haber abandonado.
El primer paso, y el más crucial, es la recuperación de la figura del adulto educador. Como señala la pedagoga sueca Inger Enkvist, una de las voces más lúcidas en la crítica a los sistemas educativos modernos, «lo esencial en la educación es la relación entre una persona que sabe y quiere enseñar y otra que quiere aprender». Hemos diluido esta verdad fundamental en un mar de metodologías en el que el maestro ha pasado de ser un transmisor de conocimiento a un simple «facilitador» o «acompañante emocional». La educación de calidad requiere adultos —maestros, profesores, padres— que tengan una propuesta clara, un horizonte de sentido que ofrecer. Requiere sujetos educativos que no tengan miedo de ejercer su autoridad, entendida no como autoritarismo, sino como el reconocimiento que proviene del saber y de la experiencia.
Un ejemplo de éxito en el que este principio se pone en práctica de manera ejemplar lo encontramos en modelos como el de las escuelas KIPP («Knowledge Is Power Program») en Estados Unidos, que ya mencionamos. Más allá de su currículo exigente, la clave de su éxito en entornos vulnerables es la creación de una cultura escolar basada en expectativas altas y en la presencia constante de adultos que actúan como referentes. Los profesores no solo enseñan materias; transmiten valores como la perseverancia, el optimismo y el autocontrol. Allí, la cultura del esfuerzo no es una imposición, sino una consecuencia lógica de un entorno en el que los adultos creen firmemente en el potencial de cada alumno y lo acompañan en el camino para alcanzarlo. Este modelo demuestra que la excelencia académica y la formación del carácter no son objetivos excluyentes, sino dos caras de la misma moneda.
El segundo camino ineludible para la recuperación de la educación en Cataluña es volver a dotar de contenido al currículo, y esto pasa necesariamente por la revitalización de las humanidades. Hemos caído en la trampa utilitarista de creer que solo es valioso aquello que tiene una aplicación técnica inmediata. Hemos arrinconado la filosofía, la literatura, la historia y el arte, considerándolas disciplinas secundarias. Al hacerlo, hemos vaciado la escuela de su principal poder transformador: la capacidad de conectar al alumno con las grandes preguntas de la condición humana.
¿Cómo podemos esperar que un adolescente construya un pensamiento crítico si no lo hemos expuesto al diálogo con Platón, a la complejidad moral de Shakespeare o a la profundidad poética de Verdaguer? Los clásicos no son textos polvorientos; son conversaciones vivas con las mentes más brillantes de la historia. La literatura nos enseña empatía, nos permite vivir otras vidas y comprender la complejidad del alma humana. La filosofía nos dota de las herramientas para argumentar, para cuestionar nuestras propias certezas y para buscar la verdad. Las humanidades, en definitiva, son el auténtico gimnasio de la inteligencia y del espíritu. No educan para un trabajo concreto, sino para la vida en su totalidad.
Por tanto, una propuesta clara para la educación en Cataluña debería incluir un «Plan de Rescate de las Humanidades». Esto implica no solo más horas lectivas, sino un cambio de paradigma en la manera de enseñarlas: de forma exigente, cronológica y centrada en la lectura directa de las grandes obras. Se trata de recuperar el canon, no como un dogma inamovible, sino como un punto de partida sólido para poder dialogar con el mundo.
En definitiva, la educación que necesitamos no surgirá de la última innovación tecnológica ni de la moda pedagógica más reciente. Surgirá de la valentía de volver a aquello que siempre ha funcionado: adultos comprometidos que transmiten un conocimiento rico y profundo, una cultura del esfuerzo que trata al alumno con el respeto de quien espera lo mejor de él, y un currículo en el que las humanidades vuelvan a ocupar su lugar central. La educación no es solo preparar para un futuro laboral; es, sobre todo, transmitir un legado cultural que nos haga más humanos y más libres. Este es el camino, y es urgente empezar a recorrerlo.





