El 17 de diciembre de 2025, los Mossos d’Esquadra llevaron a cabo el desalojo de alrededor de 400 personas, principalmente inmigrantes subsaharianos, del antiguo instituto B9 en el barrio de Sant Roc, Badalona. Esta operación, la mayor de su tipo en Catalunya, fue ordenada por el Ayuntamiento liderado por Xavier García Albiol y ha generado un intenso debate sobre inmigración, vivienda y, sobre todo, convivencia urbana. El edificio abandonado se había convertido en un asentamiento informal con condiciones precarias, con constante presencia de actividades delictivas y escasez de recursos.
La izquierda y demás movimientos afines han encendido los engranajes para perpetuar y alargar la polémica, y no es casual: en el contexto actual, encuestas comoel CEO de la Generalitat revelan un cambio en la percepción pública: el 60% de los catalanes considera que hay «demasiada inmigración», un sentimiento que se eleva al 73% entre los jóvenes. A nivel estatal, sondeos de Sigma Dos indican que el 70% ve los flujos migratorios como excesivos, priorizando el control y las deportaciones. En barrios como Sant Roc, uno de los más pobres de Cataluña, las quejas por inseguridad, suciedad y presión en servicios públicos han sido recurrentes, reflejando un hastío y fatiga social ante las externalidades negativas de la inmigración descontrolada, como ocupaciones irregulares y tensiones comunitarias.
Xavier García Albiol ha defendido el desalojo como cumplimiento de promesas electorales, enfatizando la prioridad en los «vecinos honrados» y rechazando alternativas locales que perpetuarían la ilegalidad. Su postura ha recibido apoyo vecinal en manifestaciones, con lemas como «no es racismo, es civismo», y ha sido respaldada por el PP nacional. Sin embargo, Albiol ha sido vilipendiado por sectores progresistas, acusado de xenofobia y estigmatización; un intento de deslegitimar a quienes abordan directamente problemas estructurales.
Figuras como Salvador Illa han ofrecido una respuesta más matizada, defendiendo la legalidad del operativo pero con ayudas limitadas, como pernoctaciones temporales. Críticos como Isa Serra (Podemos) lo han calificado de «atrocidad inhumana», elevándolo a instancias europeas, mientras que Puigdemont ha reprochado a Illa una «ausencia de liderazgo» y reclamado competencias migratorias para Catalunya. Partidos como ERC y Comuns, junto a entidades sociales, han impulsado protestas solidarias, denunciando la falta de alternativas habitacionales y exigiendo regularizaciones.
Este posicionamiento opositor, en apariencia enfocado en derechos humanos, refleja un cierto nerviosismo ante el creciente descontento popular. Fomentar manifestaciones y debates polarizados sirve para mantener el statu quo, evitando reformas integrales que aborden el control migratorio y la integración efectiva. En lugar de soluciones prácticas, como mayor coordinación institucional, una mirada seria ante los flujos migratorios y una evaluación real de nuestros recursos y experiencia para canalizarlo, estas intervenciones agravan las tensiones, con enfrentamientos verbales en las calles y un debate mediático que prioriza la confrontación sobre el consenso.
En última instancia, el caso de Badalona evidencia problemas sistémicos: la falta de control en fronteras y la concentración de migrantes en zonas vulnerables generan fatiga social. Mientras algunos políticos encaran estas realidades, arriesgando críticas, otros se benefician de su persistencia para movilizar bases ideológicas. Eso sí, siempre ajenos y lejanos a las consecuencias reales de todo ello.





