La noticia es, en apariencia, técnica: el Salario Mínimo Interprofesional ha subido un 60,9 % en siete años pero, sin embargo, apenas ha empujado al alza el resto de los salarios. La conclusión es profundamente desalentadora: el SMI ha dejado de ser un salario de referencia para los trabajadores menos cualificados y se ha convertido en el salario más frecuente del sistema. No es un éxito, es un síntoma de estancamiento y empobrecimiento.
La comisión asesora del SMI y los datos del Instituto Nacional de Estadística coinciden en el diagnóstico: el incremento acelerado del salario mínimo ha provocado una concentración de trabajadores en una estrecha banda salarial, en torno a los 15.000–16.000 euros brutos anuales. Esto implica que perfiles con experiencia o cualificación media están cobrando prácticamente lo mismo que quienes acceden por primera vez al mercado laboral. El problema no es la subida del SMI, sino la ausencia de transmisión al resto de la estructura salarial.
Esta falta de arrastre conecta directamente con el marco económico más amplio. España ha crecido con fuerza en términos de PIB y empleo, pero no en productividad. El valor añadido por hora trabajada apenas avanza, lo que limita la capacidad de las empresas para pagar mejores salarios más allá del mínimo legal. El resultado es un crecimiento en volumen, sostenido por empleo de baja calidad, que no genera escalones salariales intermedios: crecemos en base a crear pobres que trabajan, mientras los costes de vida suben y el poder adquisitivo se desploma.
En este contexto, el SMI actúa como un mecanismo de contención social: evita sueldos extremadamente bajos, pero no impulsa trayectorias salariales ascendentes. La posibilidad legal de absorber complementos salariales agrava este efecto, ya que permite neutralizar subidas nominales sin mejorar el salario real. Así, el SMI sube en el BOE, pero no en el bolsillo.
El debate sobre la subida del 3,1 % en 2026 ilustra bien esta tensión. Gobierno, patronal y sindicatos discuten porcentajes, fiscalidad y absorciones, pero el núcleo del problema permanece intacto: un modelo productivo incapaz de generar salarios crecientes de forma sostenida. Mientras la economía se apoye en sectores de bajo valor añadido y baja productividad, cualquier aumento del SMI tenderá a convertirse en un techo y no en un suelo.
La noticia no habla solo del salario mínimo. Habla de un mercado laboral sin ascensor social. Sin un cambio estructural que eleve la productividad y diversifique el tejido económico, el salario mínimo seguirá creciendo, sí, y arrastrando consigo a cada vez más trabajadores a una misma, estrecha y misérrima franja salarial.




