Yo ya sé que no está el horno para bollos, y que estos últimos años han sido difíciles. Y es verdad que parece que no levantemos cabeza, y que solo hayamos ido a peor, que todos nuestros defectos hayan salido a relucir justo en el momento en que más fácil es que los demás nos vean. Algo se ha roto al salir al descubierto y aunque hagamos vida normal la herida no tiene pinta de que vaya a cerrarse. La encarcelación domiciliaria durante el COVID ha hecho leña del árbol caído justo cuando teníamos a los peores líderes posibles. Las calles están sucias, todo parece arbitrario cuando toca ordenar y en verano se ve en muchas partes de la ciudad gente sin camiseta o, peor aún; en chanclas. El incivismo es galopante, el desinterés por el prójimo cada vez más frecuente, y el mal gusto se ha convertido en nuestra nueva normalidad. El metro da asco. Nos quejamos del turista barato, pero no del catalán barato, muchísimo más habitual y el principal causante de que el primero llegue y se comporte como un cafre. Barato en todos los sentidos, pero sobre todo en la exigencia. Y así estamos. No hace falta siquiera que nos pongamos a hablar del informe PISA.
Y, sin embargo, sigue sin haber lugar alguno que pueda compararse a Barcelona. ¿Hay inseguridad? Pues claro, tanto como exageración hay sobre la misma. ¿Hay suciedad? Sin duda, pero nada que ver con el drama que supuso Ada Colau para el sentido del olfato de los barceloneses. Es fácil ahora meterse con mi ciudad, criticarla probablemente en su momento más bajo desde la guerra civil. No seré yo quién diga que no les falta razón a quienes lo hacen. Es triste ver el desinterés que tenemos por un deseo de mundo mejor, de estirar las manos para llegar un poquito más allá. Es triste ver que la ciudad que levantó Manuel Girona no quiera ganar dinero y que todo lo convierta en un parque para perros. Todo muy bonito hasta que alguien suelta el primer zurullo, y todos sabemos que en Barcelona hay muchos tipos de perros. Mi amigo Stuart Sala tuiteó hace un tiempo que en los últimos veinte años no se había llevado a cabo ni una sola política que tuviera por objetivo hacer que los catalanes fuéramos más ricos. Mi amigo Jordi Baeza me contó cuando Collboni se convirtió en alcalde que han pasado ya más de 100 años desde que los barceloneses escogiéramos el último alcalde empresario.
Nada, absolutamente nada de todo lo malo que se dice de Barcelona es mentira. Exageraciones, esos sí, varias, aunque ya entiendo que vivimos en la era de la hipérbole. De todos modos, os lo digo, con todo el cariño del mundo: ¿A vosotros qué os queda? De verdad, y sin acritud, a mi no me gusta sacar estos temas, pero hace ya demasiado tiempo que lo escucho. ¿Cuándo la criticáis, desde que atalaya lo hacéis? Yo voy a Madrid a menudo, y me gusta su alegría y es difícil no cogerle cariño. Está bien sentir esa voluntad de mundo mejor cerca, pero, antes de meteros con nosotros, ¿habéis visto como tenéis el metro? Pasear por sus calles no está mal, pero seguís estando francamente muy lejos. Todo lo que habéis construido, ¿para qué ha sido? Está bien la grandilocuencia, pero las cosas deben tener un poquito de Gracia. Y digo Madrid por nombrar la mejor, pero podría ser otra. Es decir, más allá de lo que habéis escuchado en vuestro entorno, ¿habéis dejado espacio para alguna duda razonable?
Nuestro problema fundamental es que seguimos estando muy bien. Nuestro problema, curioso y hondísimo problema, es que Barcelona sigue siendo la mejor ciudad de España y una de las mejores urbes de Europa. No venís vosotros, y yo preferiría que lo hicierais, pero sigue viniendo gente de todo el mundo con menos historias en su cabeza. Sigue siendo fantástico pasear por Sant Jaume de noche saliendo del Ascensor, sobre todo ahora en verano que no hace frío. Seguimos comiendo muy bien, seguimos sabiendo donde tenemos que ir para hacer nuestras cosas y cierto es que nuestra endogamia nos protege. El mar sigue estando cerca y en los barrios menos colauitas la fragancia de la ciudad se sigue sintiendo. Ahora llegarán, para mi disgusto, las fiestas mayores. Para el mío, ojo, no para el vuestro. Seguimos pudiendo pasear por Sant Andreu, Sarrià, Gràcia y Sant Gervasi. También por el Born y Ciutat Vella, si bien tenemos que prestar algo más de atención. Los carriles bici los pueden usar los glovers para traernos más rápido la comida a casa. No hay mal que por bien no venga. Los hoteles de 5 estrellas siguen abriendo sus terrazas y por el precio adecuado puedes separarte de los que pagar 9€ por una coca cola les parece caro. Tenemos a la familia cerca y pronto llegará la Navidad y podremos regalarle algún juguete a nuestros hijos y sobrinos comprado en l’Illa. Es verdad que hemos perdido Vinçon y Habitat, pero sigue estando Santa Eulàlia y el Corte Inglés de la Diagonal. Los más jóvenes siguen saliendo a Sutton, Bling Bling o Sala B. Si se duchan menos, en Almo2bar, y si les va la pesca exótica sigue estando la Plaça Reial. Los domingos comemos con nuestra familia y nuestras madres nos siguen comprando pastelitos en Bocí. La vida sigue siendo una caricia si eres de Barcelona, y sólo las cosas que pasan en tu cabeza te la complican.
Hace falta mucha más perspectiva, hacernos preguntas un poco más difíciles y tratar de entender a los otros, aunque sea necesario hacer cierto esfuerzo. Queridos míos: si no es así, ¿Cómo coño queréis entender que aquí ganen los socialistas?