Hace once años, durante un debate parlamentario, Rubalcaba preguntó con sorna al Presidente: “Señor Rajoy, ¿en qué país vive usted?”. Por aquel entonces, los españoles éramos víctimas de recortes sin paragón y padecíamos los estragos de una cuadrilla popular que encontró en el desguace del Estado, la única salida posible — y por ende deseable— de la crisis económica.
La laxitud legislativa con el empresariado provocó el abaratamiento del despido y la devaluación salarial. La falta de contundencia con la industria farmacéutica obligó a nuestros mayores a contribuir extraordinariamente a la financiación de la Sanidad, mediante el copago. Tampoco el sector educativo estuvo exento de tijeretazo, del 5% del PIB en 2010 al 4,2% en 2014.
Esta respuesta liberal a la recesión terminó una vez acreditada la participación, a título lucrativo, del Partido Popular en la Gürtel. ¡Recuerden que durante unas horas nos gobernó el bolso de Mafalda! Un alquitrán corrupto con el que Sánchez pavimentó la moción de censura, defendida por Ábalos, que le catapultó a Moncloa en 2018.
Ahora que la Sauna Adán copa toda la atención periodística, podría afirmar, tirando de refranero popular, que de aquellos polvos, estos lodos. ¿Sabrán los socialistas en qué país viven? Porque hay otra diferencia sustancial que aclaró Rubalcaba a Rajoy, que deberíamos atender en la coyuntura actual. “Usted habla de cierta percepción de España y yo he venido a hablarles de la vida de los españoles”, espetó. Un hachazo lapidario de inmensa actualidad.
Superpongamos la dignidad de la ciudadanía a la inmundicia que esparcen quienes creen que servir al partido es servir a la patria. En la vida real, un español promedio no puede adquirir ni arrendar una vivienda. No hay alternativa a vivir con tus progenitores hasta pasados los treinta o hacinado en una habitación de mala muerte por 600€ al mes. Lo único que puede hacer uno es resignarse y destinar dos tercios de su sueldo a la vivienda.
En la vida real, un español promedio con formación universitaria puede acabar encadenando trabajos basura hasta su jubilación. En estos tiempos, uno nunca ha estudiado lo suficiente. Siempre quedarán másteres de 15.000€ que garanticen unas prácticas remuneradas con 400€ al mes.
En la vida real, un español promedio no entiende por qué el gobierno más progresista del globo terráqueo pretende llevar al Congreso una iniciativa que implemente una contradictio in terminis como es la jubilación reversible. En la vida real, un español promedio no aplaude que se rebajen las penas a malversadores de fondos públicos y sediciosos. Tampoco que sobre estos recaiga nuestro presente y futuro inmediato.
En la vida real, el español promedio detesta que el código postal determine si naces con privilegios fiscales o no dispones ni de un tren decente con el que desplazarte a otras comunidades autónomas.
En la vida real, un español promedio no distingue entre puteros con perspectiva de género y ladrones que profesan la doctrina social. En la vida real, un español promedio no siente orgullo de sus representantes políticos, sino indiferencia, cuando no odio.
En la vida real, a diferencia del siglo diecinueve, cada vez son menos los que claman: ¡Vivan las cadenas! Ya solo son tres listos empadronados en Soto del Real, que diría Rufián, y un séquito de groupies que, como Díaz, tienen unas tragaderas más anchas que las de un hipopótamo, y engullen también alrededor de 50 kg de hierba al día. Esta es la vida real de los españoles, Presidente, y no las felaciones de sus chaperos de investidura.