Ha dicho el Sr. Illa, Presidente de la Generalitat, que en Cataluña no habrá normalidad hasta que puedan ejercer plenamente sus derechos políticos tanto Puigdemont (especialmente) como Junqueras. A ambos les afecta la interpretación “restrictiva” de la ley de amnistía establecida por el Tribunal Supremo. Además, en el caso de Puigdemont, sucede que su situación jurídica es algo más complicada porque está pendiente de ser juzgado, y sobre él pesa una orden de detención que le impide circular libremente por el territorio español.
El espectador curioso no puede menos que preguntarse algunas cosas, que, prescindiendo del orden de su relevancia, son, la importancia que se le da a la situación personal de dos sujetos en relación con una comunidad humana integrada por cerca de ocho millones de personas, como es Cataluña. Esa enorme cantidad de individuos, según Illa, deben sentirse inmersos en una sensación de carencia de normalidad a causa de los problemas que aquejan a esos dos personajes. Ellos solos causan una desazón social comparable a la suspensión de la venta de pan u otra carencia capaz de turbar la normalidad social.
Claro está que también abundan muchos ciudadanos (de pleno derecho, por si alguien lo olvida) a los que la situación de ambos próceres del independentismo les trae al fresco. Por supuesto que desde los medios afines a la idea de que Cataluña es una nación irredenta, tesis en la que se mueve la abundante clerigalla secesionista, todos esos que son indiferentes a la situación del expresidente prófugo en realidad no pueden ser considerados catalanes. Peor aún: son especímenes carpetovetónicos y ultramontanos que odian el progreso que, en este caso, transita por el independentismo, que es el posicionamiento progresista natural de un buen catalán.
Son especímenes carpetovetónicos y ultramontanos que odian el progreso que, en este caso, transita por el independentismo
La idea podría transportarse al País Vasco, cuyos movimientos independentistas, desde Bildu al PNV, se mueven en similares coordenadas ideológicas, si es que esos credos paleo-carlistas merecen la consideración de pensamiento político en la Europa del siglo XXI. Pero dejaré ese tema para mejor ocasión.
Volviendo a la reflexión de Illa sobre la falta de normalidad, no puedo dejar de anotar que ese pensamiento profundo lo divulga quién es en Cataluña la primera autoridad del Estado con el fausto motivo de un viaje a Waterloo, donde reside el prófugo, con el solo fin de postrarse ante él para suplicarle que perdone a los españoles, que no saben lo que hacen, y ayude con los siete votos de su formación política a la pervivencia en el poder de ese don providencial que se encarna en Sánchez. Que Puigdemont disponga de siete votos considerando el número de votos que reúne su formación es otro grave dislate que condiciona, eso sí, la normalidad política de España. Y algo parecido se podría decir de la rancia Esquerra Republicana.
Es evidente que al Sr. Illa le debe parecer que la mayoría de los catalanes están muy satisfechos viéndole genuflexo ante el pájaro huido, pues no cabe pensar que un político honesto haga cosas empujado por nada que no sea el interés de la mayoría de los ciudadanos. La respuesta que hipotéticamente daría el propio Illa es fácil de imaginar: la gente no es consciente de la importancia de que el gobierno de Sánchez siga al frente de los destinos de España por los siglos de los siglos, lo que, de paso, comporta la continuidad del propio Illa al frente de la Generalitat de Cataluña.
Es evidente que al Sr. Illa le debe parecer que la mayoría de los catalanes están muy satisfechos viéndole genuflexo ante el pájaro huido
Pero volvamos a la idea central, que es la de la necesidad de alcanzar la normalidad. Esa meta, evidentemente, conlleva la aceptación implícita de que las leyes españolas – penales, financieras o de cualquier clase – que se cruzaron en los planes de Puigdemont y de Junqueras (salvadas las diferencias entre ellos) son intrínsecamente malas. En ningún momento el Sr. Illa ha llegado a decir que solo desea que sean definitivamente perdonados por sus errores, a pesar de que en su momento condenó el intento de secesión unilateral.
Pero, en el momento actual, convendría saber cuál es su idea acerca de los planes de ambos personajes, que, en lo que se alcanza a saber, no han renunciado a sus proyectos políticos. De ahí se deriva, sin gran esfuerzo analítico, que la deseada normalidad consiste en permitir que ambos puedan volver a desarrollar sus planes independentistas sin que nadie les turbe. Ese “nadie” incluye, por supuesto, el orden constitucional español, pesado paquete de leyes que impiden la realización política de Cataluña.
Sería, de todos modos, ingenuo olvidar que “mientras tanto” en Cataluña el independentismo va zampándose al Estado, y no es preciso repetir todas las “conquistas” que, a cambio de los votos indepes, se van acumulando semana a semana. Si el prófugo exige que se doblegue al Poder Judicial, vía Tribunal Constitucional, se hará, y por parte del Sr. Sánchez y su cuerpo de baile no quedará.
La normalidad, volviendo al punto de partida, no existe, salvo que se acepte como normalidad lo que el independentismo rechaza
El mismo curioso espectador al que me refería al principio pensará que, antes o después, el PSOE abandonará el poder, y ya no podrá alimentar las ambiciones independentistas, y entonces habrá que recomponer los destrozos causados en la estructura del Estado. Pero sucede que esa no es una reflexión evidente para todos, comenzando por el PSOE, o, mejor, los que hoy lo gobiernan, que acarician la idea de prolongar hasta el infinito las fórmulas frankestein , que tan buenos rendimientos les ha dado.
Del salón en el ángulo oscuro, como dijo el poeta, queda el futuro de España, y es imposible presagiarlo, pues tampoco el PP se abre de capa con claridad para explicar cuál sería su programa de borrado de las acciones del actual gobierno abiertamente opuestas al interés nacional que, evidentemente, no coincide con todo lo que el PSOE ha hecho y cedido a cambio de la Moncloa y de unos cuantos cientos de coches oficiales, fastos y prebendas. De ellos se podrá decir lo que se dice sobre la conducta del que sabe que le queda poco en el convento, pero eso no dispensa a la oposición de su deber de clarificar el programa.
La normalidad, volviendo al punto de partida, no existe, salvo que se acepte como normalidad lo que el independentismo rechaza, que es el respeto a la Constitución. Sería bueno que el Sr. Illa clamara por la normalidad vinculándola al respeto al Estado de Derecho.
Pero eso ya es pedir demasiado.