Mucho se ha hablado y escrito por estos días sobre los incidentes que rodearon el desarrollo de la Vuelta Ciclista a España, tema que doy por sabido. En ese marco se han planteado algunos interrogantes: si los hechos podrían calificarse como constitutivos de delitos, si pueden ser acusadas de esos delitos personas que ostentan cargos públicos como diputado nacional o eurodiputado, y, finalmente, pero no en importancia, como se pueden aventurar calificaciones jurídicas si, como parece, desde el propio Gobierno se habría alentado las protestas y los disturbios, cuando el primer garante del mantenimiento del orden y la paz pública es precisamente el Gobierno, que dispone de amplios poderes, además de contar con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, de las que no se hizo un uso que pudiera calificarse ni siquiera de correcto.
Como es lógico, toda la gran parte de la ciudadanía que discrepa de la violencia que se desarrolló en aquel evento no puede menos que asombrarse por lo que el Gobierno puede llegar a hacer o consentir o fomentar en pro de sus intereses políticos coyunturales (en este caso, la causa palestina, sin entrar en la valoración de la criminal conducta del Gobierno israelí). Pero lo preocupante, para el ciudadano medio o normal que confía en la realidad del Estado de Derecho discurres por la antigua pregunta sobre quien nos protegerá de los protectores, y esa condición de protector la tiene, ante todo, el Estado.
Nada de extraño tiene que hayan surgido apasionadas voces justificando la legitimidad y constitucionalidad de los sucesos
Nada de extraño tiene que hayan surgido apasionadas voces justificando la legitimidad y constitucionalidad de los sucesos, rechazando acaloradamente la sola posibilidad de que se hubiera cometido un delito de desórdenes públicos, descrito en el art.557 del Código penal: todo fue ejercicio legítimo del derecho de manifestación, que incluye al derecho de protesta. Pero creo que el tema no se puede despachar con esa ligereza.
En el derecho español, por más que algunos lo nieguen, está sólidamente asentado el derecho de manifestación y, por supuesto, que es de todos aceptado que el primer lugar en que se ejerce ese derecho es el espacio público, cuya utilización en sí misma nunca puede ser delictiva. Aceptado que existe un derecho al uso del espacio público se han de plantear los supuestos en los que la intervención del derecho penal está determinada por abusos en ese derecho al uso del espacio público y que no se resuelven adecuadamente con la sanción administrativa.
Es lógico que en la legislación penal postconstitucional la tipificación del delito de desórdenes se centrara en los medios o modos comisivos por lo cual no podía haber delito de desórdenes públicos más que cuando además de haber alterado el orden público se causen lesiones, daños, u obstaculización de las vías públicas o los accesos a las mismas de manera peligrosa. De acuerdo con la actual configuración del delito se precisa alterar la paz pública ejecutando “actos de violencia sobre las personas o sobre las cosas” o amenazando a otros con llevarlos a cabo. Esa es una declaración genérica que no se corresponde con tipicidades concretas, pero solo entendiendo que esa vaga alusión a “actos de violencia” y a “amenazas de llevarlos a cabo” ha de entenderse necesariamente como hechos típico-penales (de lesiones, de coacciones, de amenazas) puede dotarse al tipo de una interpretación aceptable.
Cuestión diferente es el desprestigio internacional y la caída en picado de la fiabilidad de España
Repasando las informaciones orales, escritas y gráficas de los sucesos acaecidos en el curso de la competición deportiva no parece haber duda de que por parte de los manifestantes se hizo uso de violencia y coacciones, hasta el punto que se forzó la suspensión de la prueba como es de todos sabido, pisoteando los derechos de organizadores y participantes.
Unas acciones que pueden subsumirse en un tipo penal nunca se pueden corresponder con el ejercicio de las libertades públicas fundamentales, y eso significa que la posibilidad de que una manifestación sea delictiva o no delictiva nunca puede depender de que concurra la causa de justificación de ejercicio legítimo del derecho pues si se trata de una expresión de ejercicio de ese derecho no precisa de ulteriores justificaciones. Del mismo modo, a contrario sensu, lo que integra una tipicidad penal nunca puede corresponderse con el normal ejercicio de un derecho fundamental. La realización de actos violentos no tiene nada que ver con el derecho fundamental mencionado, que en modo alguno puede dar cobertura a delitos.
Así las cosas, y dando por sentado que no se va a producir reacción sancionadora de especie alguna, ni penal ni administrativa, quedarán sin respuesta algunas preguntas que legítimamente puede formular cualquier ciudadano. En primer lugar, la responsabilidad del Gobierno, que, según todo apunta, vió con buenos ojos el destrozo de un evento deportivo de primera categoría. La respuesta es, obviamente, ninguna, y no solo por la dificultad probatoria, sino por la propia “naturaleza de las cosas”. Cuestión diferente es el desprestigio internacional y la caída en picado de la fiabilidad de España como lugar en que se puedan organizar cualquier clase de eventos. Y esa no es una consecuencia menor.
Ambas estaban, a la vez, boicoteando la prueba deportiva y realizando un acto de propaganda política de sus siglas
La segunda pregunta es también clara: ¿responderán siquiera los manifestantes que hicieron uso de violencia física o coactiva? Por supuesto que no, y no solo por la dificultad de individualizar responsables en hechos protagonizados por una masa de personas, sino porque la Fiscalía no ejercerá acción alguna, y en el caso de que lo hiciera un particular mucho me temo que sería un esfuerzo baldío.
Queda, por último, aunque su importancia es menor de la que sus protagonistas tal vez pretendieron, la valoración del espectáculo de dos parlamentarias gritando desaforadamente a la Policía desde la primera fila de los pelotones manifestantes. Indudablemente, ambas estaban, a la vez, boicoteando la prueba deportiva y realizando un acto de propaganda política de sus siglas, para mostrar a la ciudadanía que las leyes o la clase de evento de que se trate, por lejos que quede del conflicto que en teoría era la razón de la tumultuosa manifestación, nada les arredra en su decidida lucha contra la injusticia, y si hace falta cargarse la Vuelta a España, o la procesión de Jueves Santo, o las fallas, pues se hará.
Alguien podría recordarles que, como dijo Talleyrand, peor que un delito es un error.