La última encuesta de 2024 sobre el sector de la restauración en Barcelona sitúa en el 52% la proporción de trabajadores de bares que no hablan catalán, cifra que baja al 47,6% en locales con menos de diez empleados; además, el 24% no entiende la lengua. En el pequeño comercio de barrio las cifras son menos desalentadoras para el nacionalismo -el 76,5% lo habla y el 89,7% lo entiende-, aunque también marcan mínimos históricos. En cuanto a la rotulación –ese debate tan provechoso-, un 65,4% de los establecimientos la hacen en catalán, frente a un 24,1% en castellano y un 13,5% en inglés. El Ayuntamiento ha anunciado inspecciones y materiales de apoyo para promover el uso del catalán, en un contexto que nos tiene acostumbrados a la tensión y polémicas mediáticas.
Los datos y la manera de enfocarlos plantean una cuestión de fondo: ¿cómo debe gestionarse el uso de la lengua en un sector precario y de alta rotación? Muchos de los empleados son migrantes o jóvenes en condiciones laborales frágiles. La forma en que se comunican estas cifras puede acabar trasladando la idea de que los trabajadores son responsables de una “regresión” lingüística, un factor peligroso para la estigmatización, mala costumbre habitual del nacionalismo.
Ni una lengua antipática ni el hostigamiento hacia empleados fomenta el uso del catalán. Ni reproches a clientes ni presiones a camareros resuelven el problema de fondo.
El reto está en reforzar el uso social del catalán sin convertir la lengua en un motivo de exclusión laboral. La promoción del idioma y la defensa de los derechos del hablante no tienen porqué ir en detrimiento de la dignidad de los trabajadores de la restauración.