Entré en el Carlyle por primera vez al salir del Guggenheim, cerca del mediodía. Hacía calor, había caminado mucho e iba vestido con camiseta, tejanos y deportivas. Me daba apuro entrar así, claro, a pesar de que, por lo que he visto estos días, mi inquietud tiene más que ver conmigo que con lo que realmente pasa en la ciudad. En Nueva York no es que no haya gente que vista bien, pero hay tanta gente que va de cualquier manera que los que van elegantes quedan completamente desdibujados, haciendo que todo parezca aceptable. Por eso resultó hasta agradable ver la cara de asco con la que me miraban los porteros. Rápidamente me acerqué a uno de ellos, reprimiendo mi vergüenza, y le pregunté por el horario de apertura del bar. Con trato exquisito me indicó que abría a partir de las cuatro y me dio consejos sobre cuál era el mejor momento y día para ir, según mis circunstancias. Decidí volver esa misma tarde para tomarme una copa.
Como todo lo que está bien en Nueva York, el Carlyle lo conocemos por Woody Allen. Es un hotel del Upper East Side, lugar de encuentro de las simpáticas señoras de la haute société neoyorquina para tomar el té y soltarse chismorreos. El edificio hace esquina y tiene dos entradas: la principal, con la recepción del hotel, y la del Café. Dentro parece un pequeño laberinto de portones con pomposos cortinajes, sin sobrecarga, donde contrastan el blanco y el negro brillante en paredes, suelos y acabados. En un acceso algo apartado se encuentra el Bemelmans, bar de copas que suele tener música en directo. Esta no era la ocasión.
Al entrar en Bemelmans había tan poca gente que me dejaron escoger entre mesa o barra. Me quedé en la barra, donde había tres personas más: dos señoras y un francés que parecía buscar conversación. El local estaba bañado en una luz anaranjada; la moqueta y las butacas de piel daban sensación de acolchado. En la pared había dibujitos que parecían retratar escenas de Central Park. El barman, vestido con chaqueta roja, me entregó la carta y me pidió una tarjeta de crédito. Le dije que iba a pagar en efectivo, pero muy educadamente, insistió. Tardé poco en entender por qué, aunque me molestó igual. Mi pequeña venganza fue darle el Carnet Jove, caducado hacía cuatro años, pero que tenía toda la pinta de ser una tarjeta de crédito y cuya fecha de caducidad estaba medio borrada. Aún picado, eché un vistazo a la carta, mientras veía de reojo al francés hacer gestos para entablar conversación. Lo consiguió, primero con el barman y luego con las dos señoras sentadas a su lado.
Pedí mi copa, algo suave con champán; no recuerdo exactamente el nombre del combinado. El precio de esta y de la mayor parte de las copas se encontraba entre los 30 y 40 dólares. No quería hablar y me sumergí en el móvil. Lo primero que vi al abrir Twitter fue que le habían pegado un tiro a Charlie Kirk, y no pude evitar toparme y ver el vídeo del suceso. Esperaba poder tomar una copa tranquila, introspectiva, sin más, pero el vídeo me dejó alterado. Apagué el móvil e intenté fijar la atención en el bar, pensando más en escribir este artículo que en otra cosa, hasta que me crucé con los ojos verdes de una chica rubia, la única sentada sola en la sala. Me sostuvo la mirada y, al cabo de unos segundos que parecieron eternos, le hice un gesto para que se acercara y se sentara conmigo en la barra. Ella sonrió y lentamente se aproximó hasta llegar junto a mí.
Sentí esa sensación de malestar en estos casos, tan familiar, que procuré calmar. A fin de cuentas, mejor hablar que ver lo de Charlie Kirk. Me dijo que se llamaba Charlotte, tenía 25 años y era de Arizona. Charlotte, bonito nombre. Tenía una forma de pronunciarlo que lo hacía aún más seductor. Le pregunté qué hacía allí y me sonrió de nuevo. Se había mudado hacía poco a Nueva York y estaba intentando labrarse un camino en el mundo del espectáculo. Mientras, hacía «trabajitos». Le gustaban los bares y me preguntó sobre ellos. Le hablé de los que había visitado, de Barcelona, de Woody Allen. Dijo que le encantaban sus películas, pese a que él no le caía bien. Bueno, al menos no era idiota.
Los minutos se nos fueron pasando y, entre una historia y la otra, conseguí hacerla reír tantas veces que hasta yo me congratulé de mi inglés. Su mirada había ido cambiando, y encontraba cualquier motivo para arrimarse cada vez más a mí. No es que no me gustara, pero notaba el malestar de fondo que no acababa de atenuarse.
Hablamos sobre el Bemelmans y me contó que por ahí pasaban grandes personalidades norteamericanas, y que ella había conseguido conocer a algunas. Le dije que parecía una cliente habitual y respondió que así era. Le pregunté cómo se las arreglaba una chica tan joven para pagarse el precio de las copas de ese local viniendo tan a menudo y sin trabajo estable.
Y entonces llegó el momento que me temía y que ya estaba anticipando. No me llevé ninguna sorpresa cuando me dijo que las copas iban siempre a cargo de sus clientes, y que por todo lo demás solía cobrar 2.000 dólares. Aun así, en este caso haría una excepción porque le parecía tan guapo y se lo había pasado tan bien conmigo que me lo dejaría por la mitad, más las copas que se había tomado.
Le dije que, de acuerdo, pero que antes tendría que pasar por el aseo. Justo al levantarme, le pedí la cuenta al barman y me aseguré de que incluyera las bebidas de Charlotte y de que se cerciorara de que íbamos juntos. Les sonreí a ambos de nuevo, me levanté y crucé el bar hasta la salida para ir hacia el baño, situado a la izquierda, en la zona común del hotel.
Justo cuando ya no me veían, rompí a la derecha y caminé a gran velocidad hacia la salida. Abandoné el hotel y atravesé Madison Avenue a toda prisa hasta llegar a la Quinta Avenida y zambullirme en Central Park. Preso de la excitación pensé en llamar a Pau para contarle la hazaña: para contarle que lamentablemente no podríamos ir juntos al Carlyle por al menos unos años, para decirle que el Carnet Jove me había dado su último servicio a los 34 años y, sobre todo, para que supiera que por una vez había roto el orden natural del universo y sería una puta la que me pagaría las copas a mí.