El Presidente lleva una década demostrando que es el mejor fajador de la política española, y las últimas encuestas empiezan a augurar que podría volver a obrar el milagro en 2026, incluso sin la cocina de José Félix Tezanos, director del CIS. Aunque lideres tan peligrosos como Donald Trump o Carles Puigdemont lo hayan colocado en el centro de sus dianas.
Pensará el lector que me he venido muy arriba al situar al líder de Junts junto al todopoderoso presidente de Estados Unidos. La comparativa, sin embargo, no trae a cuenta del poder de ambos políticos, sino de su imprevisibilidad. Lo más temible de Donald Trump no son sus misiles Tomahawk, sino la imposibilidad de adivinar contra quien va a disparar sus invectivas en los próximos cinco minutos. O sus misiles. O sus aranceles.
Algo en lo que no se diferencia demasiado de Puigdemont, quien con menos recursos hizo de sus “jugadas maestras” para descolocar a rivales y supuestos socios el elemento esencial del embrollo del 1-O. Si el Gobierno de Mariano Rajoy ofrecía una tregua a cambio de elecciones, Puigdemont fintaba en el último momento para declarar la independencia. Mientras sus fieles lo seguían embelesados en las redes sociales, se fugaba en el maletero de un coche esquivando a la policía. Y así durante ocho años, hasta el esperpento de su fugaz retorno en agosto de 2024.
Este jueves, Pedro Sánchez viajó a Bruselas para intentar capitalizar el debate comunitario sobre la crisis de la vivienda. Pero a las puertas de la sede de la comisión el presidente español fue preguntado por los dos últimos frentes abiertos al Gobierno: las críticas de Trump en política internacional, y las de Puigdemont en la casera.
Sánchez se entregó entonces a intentar aplacar los ánimos de ambos. Al catalán, recordándole que su Gobierno y su partido hacen todo lo posible para satisfacer sus demandas. Con el estadounidense tuvo que sacar la chequera, para comprar armas norteamericanas con las que abastecer a Ucrania. Un modo de mostrar su compromiso con la OTAN y la política de defensa europea y agasajar a Trump sin vulnerar sus pactos con Sumar y el resto de miembros de la “izquierda plural” que le mantiene en La Moncloa desde 2018.
Desde entonces, Sánchez nos ha acostumbrado a su maestría de malabarista político, manteniendo en el aire todos los platillos de la política española. Si creían que era imposible satisfacer a la vez a PNV y Bildu, añadamos un platillo más con la inclusión de Junts al lado de ERC. Y cuando esos cuatro frentes parecían estabilizados, a gestionar el divorcio entre Sumar y Podemos, mientras estallan los casos de corrupción en su partido y su entorno.
Quizá por eso resulta medianamente creíble la calma, incluso prepotencia, con la que el jueves respondía a las amenazas de Junts. “Os lo he dicho mil veces, hemos aprobado la amnistía para normalizar la situación con los actores políticos; estas reuniones se producirán cuando toque”, afirmaba displicente al ser preguntado por una eventual reunión con Puigdemont para calmar los ánimos. Y concluía con un “ala, ya tenéis el corte (de voz, esas declaraciones que radios y televisiones reproducen en sus informativos cuando el político de turno acierta con el titular esperado).
Ciertamente, las amenazas de Junts cada vez parecen más vacías de contenido, habida cuenta de las resistencias de sus cuadros a cualquier maniobra que los alinee con PP y, sobre todo, Vox. Tampoco parece que los de Santiago Abascal vayan a dar saltos de alegría por compartir estrategia y objetivos con el independentismo catalán. Ni siquiera el PP se anima ya a alimentar las especulaciones sobre una moción de censura junto a los de Puigdemont.
Por tanto, es probable que Junts escenifique el divorcio con el PSOE. Pero Pedro Sánchez podrá seguir en la Moncloa distrayéndonos con debates sobre el cambio horario o la tortilla de patatas, hasta que a él le salgan los números. Y si Vox sigue creciendo a cuenta del PP, quizá no falte tanto.





