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Por qué ya no queremos pareja, pero no dejamos de buscar match

Vivimos enganchados a la emoción del “like”, pero aterrados ante la idea de la rutina. Queremos conexión sin compromiso, deseo sin dependencia y amor sin riesgo. El resultado: un limbo afectivo donde el deseo y el miedo se dan la mano

Mujer joven mirando el móvil con gesto pensativo en un salón, ilustrando el dilema entre el deseo de conexión y el miedo al compromiso en la era digital.
La generación del match: queremos sentir sin atarnos, amar sin perder el control.

Vivimos enganchados a la emoción del “like”, pero aterrados ante la idea de la rutina. Queremos conexión sin compromiso, deseo sin dependencia y amor sin riesgo. El resultado: un limbo afectivo donde el deseo y el miedo se dan la mano.

Durante años, el amor fue una promesa de estabilidad. Hoy, parece más una aplicación que se descarga y se borra según la temporada. Decimos que no queremos pareja, que estamos bien solos, que la libertad no se negocia. Pero al mismo tiempo, vivimos pegados al móvil esperando el siguiente match, la siguiente historia que nos haga sentir vistos, deseados o especiales.

La contradicción define nuestra época: queremos amar, pero no queremos exponernos. Hemos aprendido que mostrar vulnerabilidad es un riesgo y que la entrega total puede acabar en dependencia. En una cultura que idolatra la autosuficiencia, reconocer que necesitamos a alguien se siente casi como un fracaso personal.

El amor líquido en la era del scroll

El sociólogo Zygmunt Bauman ya lo adelantó: vivimos en tiempos de “amor líquido”, vínculos efímeros que se evaporan a la mínima incomodidad. Las aplicaciones de citas han convertido el deseo en un mercado donde la abundancia genera ansiedad y la inmediatez mata el misterio.

Nos hemos acostumbrado a pensar en las relaciones como en los contenidos de una red social: si algo no encaja, deslizamos y pasamos al siguiente. Así, confundimos disponibilidad con conexión, conversación con intimidad y validación con afecto.

El problema no es el sexo ni el deseo, sino la falta de profundidad emocional. La dopamina del match dura segundos, pero el vacío que deja la no reciprocidad puede prolongarse días. Estamos emocionalmente sobreestimulados, pero afectivamente desnutridos.

La paradoja del desapego

Nunca se habló tanto de independencia emocional como ahora, y sin embargo, nunca nos hemos sentido tan solos. Llamamos “libertad” a la imposibilidad de comprometernos y “madurez” a la renuncia preventiva al amor. Nos contamos que no queremos pareja porque hemos aprendido a querernos, pero a menudo es solo una forma elegante de decir que tenemos miedo.

La paradoja es cruel: queremos sentir sin sufrir, conectar sin depender, amar sin perder el control. Pero el amor —el de verdad— implica siempre una dosis de incertidumbre. Y eso, en tiempos de control emocional y exceso de autoconsciencia, es casi subversivo.

Del romanticismo al algoritmo

Las apps prometen democratizar el amor, pero en la práctica han convertido la intimidad en un escaparate. Elegimos con la lógica del consumo: foto, edad, distancia, y un gesto de pulgar que decide el destino de un posible vínculo. Todo sucede tan rápido que apenas da tiempo a proyectar, imaginar o construir.

Además, las plataformas están diseñadas para generar adicción. El match activa los mismos circuitos cerebrales que una máquina tragaperras: liberamos dopamina, nos sentimos eufóricos y seguimos jugando para repetir el subidón. Pero detrás de esa euforia hay una trampa: cuantos más matches conseguimos, más vacíos nos sentimos, porque cada uno refuerza la idea de que el afecto es intercambiable y temporal.

La cultura del swipe ha cambiado incluso nuestra manera de desear. Ya no buscamos a alguien que nos guste, sino a alguien que nos elija. Y cuando lo hace, a menudo nos desinteresa. Es el síndrome del espejo: queremos gustar más que conectar.

El espejismo de la autosuficiencia

En las redes proclamamos independencia, pero en la práctica, vivimos buscando el reflejo del otro. Subimos fotos esperando reacciones, publicamos indirectas disfrazadas de humor y medimos nuestra valía en corazones digitales.

El discurso del “no necesito a nadie” convive con el deseo de ser elegidos. No queremos depender, pero necesitamos validación. Nos decimos que estamos “fluyendo”, pero en realidad flotamos en una marea emocional sin rumbo.

Y mientras tanto, confundimos soledad con empoderamiento. La soledad elegida puede ser placentera y liberadora, pero la soledad disfrazada de autosuficiencia termina pesando.

La nostalgia de lo real

Muchos empiezan a intuir que lo digital no basta. Que el sexo sin piel emocional acaba sabiendo a plástico, que los vínculos intermitentes agotan y que el ghosting no deja espacio al duelo. En medio de tanta conexión superficial, crece el deseo de encuentros auténticos: miradas sin filtros, conversaciones sin prisa, complicidades sin testigos.

Quizá el nuevo lujo sentimental sea eso: no el exceso de opciones, sino la escasez de vínculos reales. Encontrar a alguien que no desaparezca al primer conflicto, que se atreva a quedarse cuando todo se vuelve incómodo.

Amar sin cálculo: la última revolución

El amor no ha muerto, pero está en revisión. Ya no queremos promesas eternas ni fórmulas de manual, sino vínculos que respiren. Pero para que eso sea posible hay que desmontar el miedo. Amar sin estrategia, sin medir, sin garantía. Aceptar que la vulnerabilidad no es debilidad, sino el punto exacto donde empieza la intimidad.

Quizá no hayamos dejado de querer pareja. Quizá solo estamos buscando un modo de amar que no nos anule ni nos disuelva. Uno donde el match deje de ser una notificación y vuelva a ser lo que fue siempre: un encuentro entre dos personas que se eligen, aunque no haya filtros, ni likes, ni promesas de eternidad.

María Riera
María Riera
Licenciada en Ciencias de la Información por la UCM.

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