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Sobre el proceso al Fiscal General

Una reflexión sobre el caso García Ortiz que desvela la teatralización política, el poder de las filtraciones y la profunda polarización que domina la vida pública española

Felipe VI junto al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz.

El culebrón García Ortiz no está terminado (de hecho, ni tan siquiera conocemos la motivación de la Sentencia condenatoria del Supremo: las razones de los 5 y las de los 2), pero lo que conocemos, incluyendo su carta de dimisión de hoy lunes 24, resulta suficiente para constatar que hay materia de sobra para un libro o dos o incluso tres. A ver quien se anima con la tarea.

Una puntualización previa: las encendidas reacciones frente al veredicto han puesto de relieve, si acaso quedaba alguna duda, que los hunos y los hotros siguen teniendo prietas las filas. Es la llamada polarización, versión 2.0 de las lealtades tribales del mundo antiguo, que (con el intermedio de las servidumbres voluntarias de Etienne de la Boetie) han sobrevivido, al menos al sur de los Pirineos, a la Ilustración, la modernidad, la liberación sexual de la mujer y todo lo mucho que le han ido echando.

No se aprecia la menor fisura, dicho sea en efecto desde la óptica, subjetiva como cualquier otra, de quien se dedica al oficio del derecho, aun sin ser especialista en Penal, y no forma parte de ninguno de los dos bandos ni cree en la teoría del mal menor: la tercera España o, a estas alturas, quizá mejor la séptima o la octava, por no seguir más. Lo que se conoce como la orfandad política.

Las encendidas reacciones frente al veredicto han puesto de relieve, si acaso quedaba alguna duda, que los hunos y los hotros siguen teniendo prietas las filas

El primero de los tales libros sería una novela costumbrista (o, si se quiere, picaresca, sabiendo todos que esto último no fue sino una variante de aquel género, la propia de la época del barroco), aunque también, dicho sea sin ofender a la memoria de los hermanos Álvarez Quintero, pudiera hablarse de sainete. Sucede, dicho sea con disculpas por recordar obviedades, y antes de entrar en los concretos avatares de este caso, que gobernar (o en general, dedicarse a la política) consiste hoy en dedicarse a relatar, o sea, buscar una narrativa para salir al paso de lo que va ocurriendo cada mañana, siempre en la idea de que no se trata de convencer a nadie, sino de mantener alta la moral de los propios: las manadas de asesores que pueblan los despachos oficiales están para eso. Y, al servicio de ese cometido se encuentra la figura de la filtración -a los medios adictos, claro es: todo oficialismo que se precie tiene que contar con Ejércitos completos, incluida la intendencia- de la que por cierto el Derecho Administrativo nunca ha llegado a enterarse.

En teoría, y sobre todo a partir de esa pieza de la literatura fantástica -un injerto escandinavo en una sociedad de la contrarreforma: la cosa recuerda a aquel gobernante caribeño de la película Bananas, de Woody Allen, que declaró que el idioma oficial debía pasar a ser el sueco- que es la Ley de Transparencia de 2013, sucede que de los documentos públicos sólo hay dos categorías: lo accesible a todos, incluso sin que tengan que tomarse la molestia de pedirlo, y por otra parte lo secreto a cal y canto, los arcanos del imperio.

Los papeles que son objeto de filtración -los únicos que de hecho son verdaderamente interesantes- se ubican en una zona que en teoría es intermedia o gris aunque es la que explica lo que constituye el desempeño diario de los partidos. Y ello -punto crucial- siempre con la idea de dañar al enemigo, en el sentido de Carl Schmitt, así se ubique en la organización adversaria o, a veces, en la de uno mismo, pero en otra de las cuadrillas: la persona que constituye el objeto del odio.

Si en efecto hay que mostrarse muy cuidadoso es porque el Código Penal tipifica no sólo la revelación de secretos sino también la infidelidad en la custodia de documentos

Así por, relato, filtración y odio. Aunque quizá el orden de los factores -la secuencia- sea otro: se empieza a identificar a quien se odia -un odio que, en ese contexto, no sólo no se entiende como delictivo sino que se considera poco  menos  que  obligatorio-, se elabora luego la narrativa que la perjudica y, ya el remate, y para cerrar el ciclo, se seleccionan al respecto los papeles idóneos para su filtración (a quien los está esperando). Ese es el engranaje, de manejo sin duda delicado -todo está pillado con alfileres- aunque, salvo incidencias propias de lo chapucero de muchas de las personas al cuidado de cada una de las piezas de lo que se parece a un mecanismo de relojería, se encuentra a estas alturas muy rodado: los correveidiles son legión.

Si en efecto hay que mostrarse muy cuidadoso es porque el Código Penal tipifica no sólo la revelación de secretos sino también la infidelidad en la custodia de documentos: un pequeño tropiezo resulta fatal. La raya –le fil du rasoir, para decirlo con las palabras del título de la conocida novela de William Somerset Maugan- puede traspasarse a las primeras de cambio y, si luego la cosa sale mal, no todo el mundo se presta al papel de pringado y se traga el marrón.

Al margen quedan otros soportes documentales, como los WhatsApp -los que se emplean por los privilegiados que constituyen los grupos que deciden la adjudicación de las obras públicas- y, como cuarto grupo, ya con carácter de residuo o incluso abiertamente marginal, lo que las leyes administrativas -sea la de jurisdicción de 1998 o la de procedimiento de 2015, también pertenecientes a la literatura de ficción- llaman el expediente de la resolución de turno.

Ella es la enemiga a muerte de uno de los polos políticos, concurren las pifias tributarias de su pareja y hay una gran prisa por hacerlas conocer

Lo que se acaba de esbozar es, se insiste, sólo un cuadro general, elaborado, sí, desde lo que vemos a diario, aunque sin pensar en el asunto que ahora está en el candelero -y que mañana caerá en el olvido, porque todo va a un ritmo de vértigo- ni en ningún otro aisladamente considerado. Y desde luego no ignorando que, dado lo plural de nuestra organización política, con sus poderes territoriales en manos de partidos diferentes y además opuestos de manera encarnizada, oficialismos puede haber varios, porque cada foco genera su propia estructura y lo lógico es que tarde o temprano la una acabe chocando con la otra, sobre todo si el que está a la cabeza, sea del centro o de la periferia, goza -es un decir- de la condición de enemigo del otro. Polarización (es el objeto del libro de 2023 de Luis Miller) y teatralización, sobre lo que ha disertado Xavier Coller (2024). Todo está ya muy estudiado.

Ese es, en suma, y ahora sí entrando por fin en el caso específico, el marco en el que el novelista -el Rafael Chirbes de turno, por poner una referencia cercana en el tiempo- tendría que situar el feulliton de lo sucedido con el procedimiento de delito fiscal de -ya es hora de poner nombres- quien he aquí que es el novio de la Presidenta de la Comunidad de Madrid. Y es que, si hubiera que elegir un asunto como testigo, no cabe imaginar uno más completo, porque se junta todo: ella es la enemiga a muerte de uno de los polos políticos, concurren las pifias tributarias de su pareja y hay una gran prisa por hacerlas conocer (y de qué manera) a la opinión pública. Rien ne va plus. Incluso se pudiera pensar, aparte del libro, en un guion (de Azcona) para una película del añorado Berlanga, del que cabría esperar, como era marca de la casa, que, una vez despellejados los personajes hasta el grado de la carne viva, se introdujera un elemento de ternura para poner de relieve que al final todos somos humanos, incluso los que en un momento de su existencia tomaron la decisión, nada sencilla, de entrar en ese espectáculo tan arriesgado y exhibirse a la vista de todos.

Tal podría ser, sí, el primero de los dos libros a escribir con este objeto. A poco que el autor mostrase pericia literaria -lo que incluye capacidad de captar los ánimos sociales y perfilar los rasgos psicológicos de cada uno de los personajes, incluyendo los secundarios, lo que en Hollywood se llaman actores de reparto-, podríamos estar ante el best-seller de la próxima temporada: una suerte de “Episodios nacionales” de esta época que nos ha tocado vivir. Un solo requisito, sin embargo: que el escritor no forme parte de ninguno de los dos bandos. Que, como se dice en la semana santa de Sevilla, sea de los que ven las procesiones desde el balcón (un sitio, por cierto, que permite una gran perspectiva: la orfandad presenta muchos inconvenientes, pero también alguna que otra ventaja). Que, en suma, el discurso no sea previsible y por tanto pueda tener al lector con el alma en vilo para preguntarse en cada página eso de que what comes next.

Es todo un estilo de actuar, sin duda, pero sucede que esto de la abogacía sigue siendo un oficio y dispone de su propia lex artis

El otro trabajo a emprender, el segundo, tendría un alcance más modesto, aunque sin duda sería muy útil para los profesionales de la abogacía. Consistiría en recopilar lo (mal) hecho por los defensores del Fiscal General -y su corte política y mediática, con su casi rutinaria invocación del derecho estamental al secreto de las fuentes, todas ellas pertenecientes casualmente a uno de los bandos: y es que las filtraciones, se reitera, sólo se hacen a quienes se deben hacer- en las distintas fases, porque, puestos a meterse goles en propia puerta, lo suyo ha sido propio de un auténtico pichichi. No ha habido posibilidad de error en la que no se haya incurrido, incluso con obstinación. Lo suyo da para algo así como un Manual titulado “Cómo conseguir a pulso la condena de un cliente”. Una especie de prontuario de yerros. El veredicto de condena estaba ciertamente cantado.

Se dirá que es un pecado en el que los políticos propenden a incurrir a la hora de elegir un abogado, porque se dejan llevar -como sucede con los nombramientos de los Directores Generales de un Ministerio o de una Comunidad Autónoma- más por la cercanía personal, por no hablar de la lealtad perruna, que por el mérito y la capacidad, esos odiosos conceptos del Art. 103 de la Constitución. Es todo un estilo de actuar, sin duda, pero sucede que esto de la abogacía sigue siendo un oficio y dispone de su propia lex artis, que -dato relevantísimo, dicho sea sin que nadie pueda garantizar un feliz resultado- exige conocimiento. Y cuya regla de oro consiste en recordar que los hooligans -también objeto entre nosotros de un libro reciente, el de Mariano Torcal- pueden quizá estar bien para algunas cosas, pero aquí no sólo no ayudan sino que perjudican muchísimo.

Así pues, dos trabajos de fuste, uno para la opinión pública y otro para abogados. Cabría incluso pensar en una tercera cosa, el análisis de un jurista académico, pensando en una reforma de la Constitución, sobre la figura de los aforamientos, particularmente polémica a estas alturas de la historia. La Sala Segunda del Supremo -en realidad, la única que queda a la hora del control de poder, porque la Tercera se ha autoexcluido de esa tarea- no fue concebida para juzgar en primera instancia, a lo que se suma el hecho de que, por haber dictado la Sentencia del procés (aun sólo con sedición y no rebelión), arrastra para los progres la mochila -un censo irredimible- que conocemos.

Se puede apostar doble contra sencillo que las dos jaurías dirán lo mismo que ahora

Llega la hora de terminar. El caso García Ortíz -el folletón- no ha llegado a su final. Siempre queda el Tribunal Constitucional, conocido por su proverbial candidez. Y también está pendiente -la resaca, que promete mostrarse más violenta que el propio tiro- el otro procedimiento penal, el del novio de Ayuso. Algo dice que, para no dar pábulo a que se les califique de nuevo de sectarios, Sus Señorías se van a ensañar con él, por muy profesional que sea el Letrado que se busque. Y, llegado ese momento, se puede apostar doble contra sencillo que las dos jaurías dirán lo mismo que ahora -las realidades paralelas, o los marcos mentales diferenciados, no sólo existen sino que muestran más resistencia que el hierro-, sólo que justo a la inversa. Conocemos el percal: son muchos los años de discursos elaborados por los asesores de los respectivos gabinetes.

Pero cabe albergar una esperanza: que para entonces el número de huérfanos -o sea, de no adscritos- se haya incrementado. Saldríamos ganando todos.

– Antonio de Lanjarón –

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