España presume de ser una de las economías que más crece en la zona euro, pero una mirada detallada a los datos revela una realidad mucho menos optimista. El mal endémico de la economía española es cristalino; el aumento del PIB no se debe a una mejora sustancial de la productividad, ni a una transformación del tejido productivo, ni a un salto cualitativo en innovación. El motor real del crecimiento es otro: España tiene hoy mucha más población que hace apenas unos años, y esa expansión demográfica impulsa el volumen de la economía de bajo valor añadido sin elevar la riqueza real por persona. Dicho de otra manera: creamos pobreza para aumentar la producción bruta.
Los últimos datos del INE cifran en torno a los 49,4 millones de habitantes, máximos históricos. Desde 2021, el país suma más de medio millón de inmigrantes al año. El porcentaje de población foránea supera ya el 19% del total, y en muchos territorios la proporción crece aún más deprisa. La foto es clara: España crece porque entra gente nueva, no porque la economía nacional esté generando condiciones para la prosperidad; ni siquiera para el desarrollo económico ni ningún tipo de mejora sustenacial. De hecho, los indicadores de bienestar bajan y los de pobreza suben. Un éxito, sin duda.
Este repunte demográfico se refleja de inmediato en el mercado laboral. España registra máximos de afiliación y una tasa de empleo históricamente elevada, algo que el Gobierno exhibe como señal indiscutible de fortaleza. Falaz. Detrás de estas cifras se esconde un patrón muy pernicioso: un mercado laboral que absorbe mano de obra en actividades intensivas en trabajo y de bajo valor añadido. Muchas horas, poco sueldo- Una parte sustancial del empleo que hoy se crea se concentra en hostelería, restauración, cuidados, construcción y servicios diversos donde la productividad es reducida y, en consecuencia, los salarios bajos y las condiciones misérrimas. La economía crece porque más personas trabajan, pero no porque cada trabajador produzca más o genere mayor valor. Eso se traduce en malestar social, servicios tensionados, menos poder adquisitivo, más pobreza…
Los datos de productividad lo confirman. La productividad por hora trabajada apenas ha avanzado desde 2019 y se mantiene prácticamente estancada, mientras que la productividad total de los factores -el indicador que mejor mide la capacidad real de una economía para generar crecimiento sostenible- sigue mostrando «mejoras» insuficientes. Esta divergencia entre crecimiento del PIB y crecimiento de la productividad explica por qué el país encadena récords macroeconómicos sin que se traducen en mejoras tangibles del nivel de vida. De hecho estamos peor. España produce más porque hay más manos produciendo en las mismas o incluso peores condiciones. Punto.
La inmigración es un elemento esencial para sostener este sistema. Confundir este mecanismo de sostén con un proyecto de prosperidad es el gran error de nuestra clase política. Si la llegada de nuevas personas se canaliza hacia empleos de baja cualificación y salarios limitados, el resultado es un crecimiento que infla las cifras totales sin fortalecer la economía. Al contrario: aumenta la presión sobre los servicios públicos, los recursos presupuestarios y un sistema de bienestar ya tensionado por la deuda, el déficit y la evolución demográfica.
España crece hacia abajo, no hacia arriba. Suma habitantes más deprisa de lo que mejora su capacidad para generar valor. Y ese tipo de crecimiento, basado en cantidad antes que en calidad, tiene un recorrido corto y unas consecuencias demoledoras para el ciudadano.




