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Las causas justas y los odios justificados

Las causas justas y los odios justificados
Fachada principal del Congreso de los Diputados, en Madrid.

En el momento en el que decidimos adjetivar nuestras sociedades como liberales contrajimos, también, la obligación de cultivar dicha libertad. El Estado, nos dijimos, no tiene que guiarnos pastoral hacia la vida buena, sino darnos los márgenes de convivencia y decencia dentro de los que poder cosechar y meritarnos nuestras virtudes.

Por ello, el ciudadano debe hacer lo posible por no tentarse a la comodidad lanar y es, por ello, también, que la democracia liberal es el más difícil y elegante de los sistemas políticos jamás diseñados: en lo político, estamos arrojados a convivir, tolerar y aceptar; en lo personal, debemos juzgar, corregir y mejorar. En este puntiagudo contraste, es fácil (¡lo más fácil!) arrumarse al calor de nuestra facción política, es cómodo aposentarse en la trinchera, nada gusta más que una buena pegatina y pocas cosas se tatúan mejor que un eslogan. Es hasta comprensible que queramos, mediante lo político, sustanciar lo personal.

En fin, ya me he gustado suficiente: al tema. 

En el espacio de un año mal contado hemos convivido con dos fenómenos que han admitido poco contraste: Mazón y Gaza.

Gaza ha entretenido no pocas discusiones: se han organizado manifestaciones multitudinarias, han aparecido por doquier banderas y pósteres en apoyo a Palestina; hemos hablado de la flotilla, de las protestas contra la vuelta ciclista, de Eurovisión o del embargo de armas y a vueltas hemos estado con los términos genocidio y guerra, antisemitismo o legítima defensa. Lo hemos opinado todo, porque no se podía no tener opinión.

No quiero que se me malinterprete: defender Gaza y a los gazatíes es lo correcto. La condena moral y política a Israel es más que procedente. El riesgo, sin embargo, radica en que la cuestión palestina puede ser una causa tan justa que derogue cualquiera de nuestros matices.

Estoy seguro de que todos y cada uno de los embarcados en la Global Sumud lo hicieron de buena fe y con valentía, como estoy seguro de que los muchos más que les apoyaron lo hicieron en los mismos términos. De nuevo, porque la causa era nobilísima. Ahora bien, no era perfecta, contrapunto que no parecieron admitir los correligionarios, adláteres y voceros del asunto. No todas las acciones que se emprenden por la más justa de las causas son perfectas, ni buenas, ni convenientes. Digo más: si queremos servir a la más justa de las causas debemos, precisamente, premiar las acciones que sean valientes, sí, honestas, sí, pero también convenientes y buenas. Debemos admitir que la crítica no es traición, que las buenas intenciones no rescatan el error (cuando no la chapuza).

El arrullo de las causas justas también enturbia otros fenómenos de altísima nobleza. Cuidar mejor nuestro planeta sin sacrificar nuestra prosperidad es el reto de nuestra generación. Debemos emplear nuestros mejores esfuerzos, sin duda. Ahora bien, esta elevadísima empresa no puede convertirse en un altar sacrificial de la crítica y la razón (o, al menos, de lo razonable). Untarse la mano al asfalto, violentar obras de arte o llevar resultona camiseta indicando que There’s no planet B son piezas de una colección de memeces que no ayudan a la causa, que deben ser criticadas precisamente en favor de la misma, no en capote de sus detractores.

Si la causa justa puede ser un anulador del pensamiento liberado, el odio justificado -muy nuestro y muy de nuestro tiempo- opera igual: empañando la visión panorámica.

No será controvertido decir quien ha merecido más nuestros odios ha sido Carlos Mazón. También quiero dejar clara, de saque, mi posición al respecto: Mazón merece todos nuestros reproches morales, políticos y personales. Cuanto más medimos, a golpe de edicto judicial, las coordenadas de su ventorra sobremesa, más se nos aclara la talla del personaje.

Es justificado el odio, desbordada la indignación, que se le tiene al ya expresident y no creo que haya argumentos -ni procedan argumentos- que articulen una postura alternativa. Ahora bien, debiendo comprender, no podemos entregarnos a la facilidad de la furia.

Si queremos mantener un debate cierto y leal y productivo sobre la tragedia de la DANA, deberemos incorporar algo más que el odio a nuestras reflexiones. No para exculpar a Mazón, no para inculpar a Sánchez, no para lanzar el gruñido acusatorio y redirigir nuestros odios, sino para darnos el trato que los ciudadanos merecemos. La discusión acerca de la tragedia de la DANA debe ir mucho más allá de un amontonamiento de reproches, ha transcurrido suficiente tiempo para que podamos y debamos abordar las cuestiones políticas -y de política- que la complejidad de este evento imponen. Insisto: qué fácil (¡y qué justificado!) sería hozar en los odios, pero, sin olvidarlos, tampoco podemos dejar que nos anestesien.

Quizás este artículo es el enésimo resabio de un pedantón, sí. Quizás los odios y las causas justas merezcan más imprudencia y arrojo de los que estoy dispuesto a reconocerles, por razones que no soy capaz de entretener. Sin embargo y con todo, no hay odio suficientemente justificado, ni causa suficientemente justa que merezca nuestra ceguera.

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