Escuchaba hace poco a Chris Williamson tener una conversación en su podcast sobre la incapacidad que tenemos los seres humanos de disfrutar de las pequeñas alegrías de nuestro día a día. Es un tema muy trillado y se habla de ello de forma recurrente, pero recuerdo que lo pensé este viernes cuando volví, como casi cada viernes, a comer en el Bar Torpedo. Para la vida del mediocre oficinista barcelonés, o séase, mi vida, el momento en que Sísifo tira la piedra por el barranco es viernes al mediodía.
Torpedo abre a las 13:30, así que procuro salir un poco más tarde para no encontrármelo a medio abrir. Hace unos meses que dejó de importarme ser el primer cliente del día. Generalmente en España cuando la semana toca a viernes ya todo da igual, especialmente a esas horas, así que no suele haber problemas para ir a comer y tomárselo con más calma de lo habitual. Llegar allí, el trayecto desde que me levanto de mi silla y salgo de mi oficina hasta que agarro el pomo de la puerta del bar, a dos manzanas de distancia, es la cúspide de la felicidad semanal. Al abrir la puerta está siempre Maru, porque cuando no está es como si una pieza del puzle faltara. Me sonríe, me pregunta sobre mi semana, me da mesa y acaba con el ya clásico “¿lo mismo?”. Y ahí estoy yo, pocos minutos después, clavándome unas bravas y el sensacional bocadillo de albóndigas con mozzarella. Maru ha intentado hacer que pruebe otros bocatas (la hamburguesa es también fantástica), pero esa es mi rutina y como Jack Nicholson en Mejor, Imposible mi bienestar mental depende de ello. El Cielo existe y está cada viernes en Torpedo.
En mayo me crucé por casualidad con el nuevo local, abierto este año, TorpedoS. Era tarde, pero en la entrada estaba Inés que con su habitual simpatía me reconoció y me lo enseñó. Aunque TorpedoS está en la calle Diputación 301, los ingredientes son los mismos que los de Aribau 143: La misma carta, la especialización en vinos y estos horarios de apertura hasta las dos y tres de la madrugada, tan pensados para “democratizar” su producto y atender incluso a las almas más destensadas. Digo esto porque cuando Inés me descubrió el bar yo volvía de estar en casa de mis amigos Laura y Joan, que viven cerca. No pude alegrarme más por ellos, porque a veces las eventualidades de la vida dan oportunidades a todos incluso en los lugares más inesperados, y me faltó tiempo para mandarles un mensaje subrayando la importancia de mi descubrimiento. El caso es que, en todos estos meses, no han puesto un pie.
Mis amigos son mis amigos y yo los quiero mucho, y la verdad es que ya no me sorprende nada. Pero desde que la globalización se expandió sufrimos una epidemia de ciudadanos globales que conocen muy bien Kuala Lumpur y Ruanda, pero que cuando están en su ciudad parece que vuelvan de muñir las vacas. ¿Es que acaso existe Kuala Lumpur?
Joan, Laura, aneu a TorpedoS. No me hagáis caso en todo, pero hacedlo en esto. Ni que sea para que el día del juicio final tengáis algo sobre lo que apoyaros, sobre todo cuando Dios os pregunte en que demonios pensabais cuando decidisteis que era una buena idea ir por Barcelona en chanclas.





