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De Juan Carlos I a los trileros del procés 2

Un niño ondea una estelada Foto: Europa Press

La actividad económica, después del gran parón causado por la pandemia, va volviendo lentamente a la normalidad y con ella la delincuencia, ya que vivir de los bienes ajenos también es un trabajo. Informa ACN que, según el comisario jefe de los Mossos, Eduard Sallent, «los hechos delictivos están experimentando un crecimiento proporcional al incremento también de la actividad en general, pero aún están muy lejos de situaciones pasadas, como la del verano pasado en Barcelona», quitando importancia a un suceso tan inquietante como este ataque de cinco jóvenes marroquíes para robarle a alguien el reloj. 

Sallent ha alertado de que Cataluña es el epicentro europeo del crimen organizado en torno al tráfico de marihuana, lo que implica «armas, asaltos, violencia y homicidios», y constituye «la principal amenaza colectiva» que tiene el país. 

Por otra parte, Sallent afirma que al venir menos turistas este verano «habrá mayor presión delictiva sobre la población autóctona». En el mundo del hampa no hay expedientes de regulación temporal, sino exploración de nuevos mercados y diversificación de actividades. Nada más lógico, pues, que habiendo menos víctimas potenciales esta temporada, tengamos más probabilidades de sufrir un atraco o un allanamiento de morada.  

Y esto será así mientras no se reduzca la tasa de delincuente por cápita que padece esta sociedad, mediante cambios legislativos y reforzamiento de la policía, algo que no parece estar en la agenda de los políticos. 

Una república (española) en el horizonte

Así como los ateos son los que más hablan de Dios, aunque sea en vano, los republicanos siempre están pendientes de los vaivenes de la monarquía. Josep Ramoneda, en el Ara —El rei emèrit i el futur de la Corona—, valora los últimos contratiempos judiciales del padre del rey actual:  

«No sé si Juan Carlos I llegará a comparecer ante un tribunal o no, que sería una foto que probablemente marcaría un antes y un después, pero lo que pase —sea lo que sea— difícilmente fortalecerá la monarquía. Por una razón muy sencilla: la base de la legitimidad de la institución era el rey emérito. ¿Por qué? Pues, sencillamente porque fue útil para evitar una salida traumática del régimen y para hacer posible una transición razonable. Fue el buen traidor: capaz de renegar del régimen que le coronó haciéndose garante del paso a las nuevas instituciones.» 

Se ha dicho a menudo que había más juancarlistas que monárquicos. Superado hace tiempo el tránsito a la democracia, ¿ha dejado de tener sentido la monarquía? «La llegada del expediente de Juan Carlos I al Tribunal Supremo hace más visible aún lo que ya es evidente: que el régimen del 78 llegó a su agotamiento en 2014, por incapacidad de renovación. Esta debilidad hace que ante las situaciones críticas e inesperadas (ya sea la cuestión catalana o la de la pandemia y sus consecuencias) el funcionamiento de las instituciones tambalee, con transferencias absurdas de responsabilidades entre los poderes del Estado, con un papel creciente del poder judicial y con un peso asfixiante de los poderes fácticos.» Es difícil ser rey: o te acusan de no hacer nada, o de entrometerte en los asuntos ordinarios. Las críticas oscilan pero no menguan. 

La validez de una institución ha de estar por encima de los errores cometidos por las personas que las encabezan. En este caso es evidente que ha habido una serie de escándalos que perjudican a la monarquía. Corresponderá al actual rey hacer que se conviertan en materia de historiadores y no sean tema recurrente de gacetilleros. 

Mientras tanto, esos escándalos se convierten en combustible para populismos de todo pelo. Esquerra Diari —que no es portavoz de ERC sino de alguna facción trotskista— dice Basta de monarquía y corrupción

«La revista Forbes estima la fortuna real de Juan Carlos en 2.000 millones de euros. ¿Cuántas vidas se podrían salvar si ese dinero fuera expropiado y se invirtiera en la sanidad pública? (…) Ya son más de 40 años que llevamos soportando esta “democracia” borbónica surgida de las entrañas del franquismo. No permitamos un nuevo pacto por arriba que trate de cerrar esta nueva crisis de la monarquía y el Régimen, para darnos 40 años más de lo mismo. Hay que luchar por un referéndum para decidir sobre la forma de Estado y para terminar con la monarquía.» 

Entre la reflexión ponderada de unos y la proclama incendiaria de otros, el republicanismo, la idea abstracta de república, se puede ir convirtiendo en el común denominador de las izquierdas.  

Un tripartito para superar el secesionismo

Francesc-Marc Álvaro resume la historia política de Cataluña de los últimos tiempos, en Nació Digital —De Jordi Pujol a Quim Arrufat—; resalta la gran influencia de Jordi Pujol como presidente de la Generalitat durante más de veinte años, «incluso en aquellos que no le votan», y considera a Aznar responsable del proceso independentista debido a su «ofensiva recentralizadora contra las autonomías a partir del año 2000». 

Luego, «hubo un momento en que el 15M y el proceso soberanista eran dos productos que competían duramente en el mercado de la ilusión colectiva, un momento en que algunos anticapitalistas de buena fe no sabían si sumarse a los cupistas o abrazar a la monja Forcades», esto último es de suponer que en sentido figurado. 

No lo dice, pero ya hemos visto que la competencia entre ambos movimientos revolucionarios por los mismos segmentos sociales quedó en tablas, los nuevos comunistas —comunes, podemitas o como quieran llamarse— rechazando la independencia pero apoyando las movilizaciones, y los independentistas viendo en los otros el primer objetivo a conquistar ante su perenne necesidad de lo que llaman «ampliar la base». 

Sigue Álvaro: «Hoy la palabra de orden es confluir haciendo un bypass del debate independencia sí – independencia no, un bypass que permita gobernar sin estar enredados en la migraña de la secesión fracasada. Confluir en Cataluña, como ha confluido Podemos con el PSOE en Madrid. Y arrastrar una ERC que ha descubierto las virtudes del pragmatismo, y una CUP que podría ser más posibilista en el Parlamento que el Congreso.» Confluir es lo que antes se llamaba simplemente pactar; bypass, en este caso, vendría a ser olvidar el tema, y el posibilismo, olvidarlo a cambio de algo tangible. Lo más difícil para algunos será reconocer que la secesión ha fracasado. Una campaña basada en la diabolización de la derecha y los manejos del deep state ayudará. 

¿Quedará superado el debate sobre la independencia, de la misma manera que la república que se proclamó ha quedado reducida a un inmueble de 550 m2 en Waterloo, y «el eje izquierda-derecha marcará las futuras elecciones catalanas»? Álvaro cree que sí, porque «la política de bloques que ahora hay (Gobierno independentista ante una oposición que no lo es) ha tocado fondo» y porque «las inercias pueden llevar a un eventual entendimiento entre ERC y los comunes (con un sector de cupistas favorables a la jugada), donde habrá, posiblemente, un lugar para la participación (directa o no) del PSC de Iceta. Las nefastas relaciones entre republicanos y postconvergentes no permiten vislumbrar un panorama distinto.» 

¿Será verdad que «la gestión política de la crisis del covid-19 ha borrado muchas fantasías y ha certificado, en cambio, que la soberanía de los Estados-nación constituidos es la que cuenta de verdad»? 

Vuelta a empezar

Julià de Jòdar no cree que la idea haya perdido vigencia y, en Vilaweb, pide a los independentistas volver a ocultar las cartas, como antes se hizo. 

Evoca el independentismo minoritario y violento de los años 80, cuando «los partidos catalanistas integrados en el sistema monárquico de poder y representación aceptan tácitamente o explícitamente la persecución del independentismo para mantenerlo en una marginalidad que permita el control sociopolítico a partir de la rutina electoral y la paz social». Pero las cosas cambian entre la primera y la segunda década de este siglo, en que «el independentismo minoritario, el de las cartas escondidas, desarrolla una campaña de oposición a cielo abierto y pone las bases para convertirse en un movimiento de masas».  

Como si quisiera ilustrar la consigna, muy oída hasta hoy mismo, de que «el pueblo manda, los políticos obedecen», Jòdar cree en el papel decisivo de los actos multitudinarios: «A partir de la manifestación de la Diada del 2012, el catalanismo integrado en el orden monárquico da un giro, es obligado por el movimiento de masas a encararse con el estado y abre una brecha en el sistema de dominación española iniciado cuarenta años antes.» 

A partir de ahí, dice, se actuó «con tanta convicción e intensidad como improvisación y ingenuidad», lo que llevó al «fracaso de octubre del 2017». Por consiguiente, el independenismo ha reconocer que «tiene la unidad seriamente dañada por arriba y por abajo, tanto en las instituciones como el Parlamento, en la calle y entre los intelectuales» y renunciar a «liderazgos caducados» y a «partidos demasiado ensimismados en la disputa por el pequeño poder autonómico —tirando a regional—».  

La solución, «para superar esta fractura», será «ocultar de nuevo las cartas frente al estado y sus sirvientes (confesos o no), hacer labor de topo y dotar al movimiento de una unidad basada en nuevas herramientas (…) y nuevos liderazgos». No entra en más detalle, por lo de ocultar las cartas, pero viene a ser comenzar todo de nuevo.  

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