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El daño autoinfligido al catalanismo

A pesar de todo, españoles y catalanes son los europeos más parecidos.

Quim Torra se despidió de la presidencia que ocupó durante dos años y cuatro meses con un desprecio por la administración que había estado a sus órdenes: «Hemos llegado a un punto en el que realmente nos jugamos si la autonomía nos acaba consumiendo o si realmente todos juntos hacemos lo que hay que hacer.»

Eso es tirar piedras al propio tejado, le reprocha Marc Andreu, en el CríticL’angle mort del catalanisme—: «Las muchas piedras y palos recibidos del Estado español no justifican ni son atenuantes del daño autoinfligido al autogobierno y al legado histórico del catalanismo, que buena parte del independentismo da por muerto o amortizado en beneficio de una adulterada idea de un solo pueblo empequeñecido hasta la mitad de lo que Cataluña realmente es.»

Sorprende que desde una postura en principio no contraria al independentismo se reconozca que los dirigentes de la última década son responsables del «daño autoinfligido» a las instituciones catalanas y de haberse apoyado en la mitad de la población. También implica el reconocimiento de que, más allá de la reacción del Estado, existen estrategias equivocadas que algo tienen que ver en las desgracias que nos afligen. 

Seguidamente señala algunos autores que han impulsado la idea de la independencia con el ánimo dispuesto a quemar las naves. No está de más citarlos como ejemplos de la visión política que se ha acabado imponiendo. Agustí Colomines i Companys: «En 2010, el nacionalismo catalán tal y como se había concebido a mediados del siglo XIX empezó a morir.» Jordi Graupera: «El catalanismo ha sido una manera de acomodar e integrar Cataluña en el contexto represivo español, evitando el conflicto y silenciando la audacia. Jordi Casassas: «El catalanismo ya no volverá atrás, porque históricamente nunca lo ha hecho. Cuando ha planteado la autonomía, éste ha sido el discurso central. Ahora lo es la independencia. Guste o no guste, no se volverá atrás. Se puede neutralizar, evidentemente. Se puede retrasar. Pero la perspectiva de la independencia ya no se puede ocultar.»

Dicho sea de paso, esa actitud de fondo, que recuerda el «Visca Macià, mori Cambó» que envenenó nuestros años 30; ese menosprecio de las leyes y de las instituciones; ese rechazo del diálogo y del pacto, como si fuera una manifestación de cobardía, están en la base del salto al vacío que se concretó en la proclamación de una independencia ficticia.

Contra esa actitud reacciona Marc Andreu al sostener que «el autogobierno realmente existente (…) es lo que nos puede permitir empezar a reconstruir el país después de la tormenta perfecta de la última década». Y también rechaza la complacencia —a menudo percibida fuera como supremacismo— en los méritos propios que ha servido de base a la propaganda independentista y que tal vez los mismos líderes ha acabado creyéndose: «Después de 40 años de autonomía, todavía no hemos acreditado que lo hacemos todo bien ni que somos los más eficientes a la hora de gestionar el día a día de nuestro autogobierno.»

Cita en su apoyo el libro de Jordi Muñoz Principio de realidad, donde «argumenta que el independentismo no fue consciente de la correlación de fuerzas ni de los riesgos de división interna de la sociedad catalana, y que, despreciando sus limitaciones, sin saber articular un “nacionalismo del bienestar”, prisionero de la “idea nefasta» del tenim pressa, abusando de la ilusión y de la propia propaganda, se equivocó forzando las cosas en octubre de 2017 sin tener legitimidad democrática. En esta clave insiste: se confundió la crisis de legitimidad del Estado con una inexistente legitimidad republicana alternativa. Y no existe porque, aparte de no sobrepasar nunca el 50% de los votos, el independentismo hizo una DUI el 27-O que fue “un error profundo” y un referéndum el 1-O que “fracasó el 6 de septiembre de 2017” y “no generó un mandato democrático claro, suficientemente legítimo».

Catalanismo popular

Marc Andreu apuesta por el llamado catalanismo popular, que es «donde radica quizás, si no la clave, sí al menos alguna opción de salir del callejón sin salida actual», un catalanismo en la tradición de izquierdas, antinacionalista, que podría servir «para dar sustancia política a un autogobierno entendido no como símbolo, sino como herramienta práctica de ensanchamiento de democracia, de derechos y libertades, de cohesión social y de bienestar».

Aunque se le puede objetar que esa tradición que reinvidica no está exenta de mixtificación, como cualquier planteamiento que idealice el pasado para edificar el futuro, es fácil coincidir en que «dar por muerto el catalanismo y menospreciar el autogobierno realmente existente y que tanto costó conseguir requiere (…) esconder o distorsionar la historia, la vigencia o los vestigios y el potencial de futuro de una parte muy importante de la memoria y el pensamiento sociopolítico, de la teoría y la praxis contemporáneas de nuestro país».

Un gobernante, cualquiera que sea su proyecto, tiene que hacerse cargo de su país al completo. Ignorar esta evidencia explica, en buena parte, porque el proceso independentista estaba abocado al fracaso desde el principio.

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