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14-F: No va a ser fácil constituir las mesas

Mesa electoral Foto: Europa Pres

En cualquier programa informativo, antes, durante o después de las noticias sobre la campaña de las elecciones catalanas, aparecen los datos de la evolución de la pandemia. Unos datos que hoy pueden ser algo peores que los de ayer, o tal vez ligeramente mejores; pero desde hace meses no significan ninguna inyección de optimismo.

Ante este panorama, ¿de dónde van a salir las ganas de ir a votar? Las mismas voces oficiales que nos reclaman reducir al mínimo los desplazamientos y la interacción social, intervienen ahora para decirnos que ir a votar es lo más seguro del mundo.

A nadie se le escapa que desde el punto de vista epidemiológico, las elecciones son un riesgo, como afirma Clara Prats Soler, de la Universitat Politècnica de Catalunya, en el Nacional.

«Se puede minimizar el riesgo en el momento de la votación, dentro puede ser un lugar de riesgo cero, con gel desinfectante, ventanas abiertas, pero quizás quedamos para ir a votar o nos encontramos a alguien en la esquina que hace tiempo que no vemos.» Se trata pues de lo que llaman «movilidad asociada». El problema no es tanto el hecho mismo de votar como el riesgo que conlleva el desplazamiento y el encuentro con gente externa al círculo habitual.

La movilidad asociada debe ser lo que justifica el cierre de espectáculos y de la hostelería nocturna. Más que en el momento del consumo, el peligro está en lo que hace la gente yendo y viniendo y comentando la jugada. Todo el mundo lleva mascarilla pero prescinde de ella por cualquier motivo: para charlar, para fumar, para hablar por el móvil. Tal vez se insiste demasiado en las limitaciones horarias y en el cierre de actividades, y no se pone suficiente énfasis en las conductas de riesgo, como ha sido siempre en el caso del sida.

Escoger entre salud y cárcel

El contraste entre las optimistas llamadas al voto y la pesimista persistencia de las restricciones —las medidas que entrarán en vigor el lunes 8 no pasan de ser una «relajación testimonial», como dice el Gremio de Restauración— tiene como primera consecuencia el escaso entusiasmo por formar parte una mesa electoral.

Al menos uno de cada cuatro designados presenta alegaciones, informa la Vanguardia. Más de 20.000 personas, cifra en aumento, tienen o afirman tener motivos para no participar en la fiesta de la democracia. «Ante esta situación crece el temor a que la deserción el 14 de febrero sea masiva y sitúe la cita electoral en un escenario tan inédito como incierto.»

Nos podemos encontrar con que una cantidad importante de mesas no lleguen a constituirse por incomparecencia de ciudadanos, más temerosos de los riesgos relacionados con la pandemia que de las sanciones con que pueden ser castigados. Por otra parte, como ha tenido que recordar el Síndic de Greuges, no cabe hacer sorteos adicionales ni las ausencias pueden suplirse con voluntarios, algo que provocaría sospechas de fraude.

Lo que sí prevé la ley electoral es que, a falta de los miembros elegidos, se constituyan las mesas recurriendo a los primeros votantes que asomen por el colegio electoral. Ante la perspectiva de un reclutamiento forzoso, es de suponer que no acudan muchos electores a primera hora.

Aunque parece que esta opción va a ser descartada, entre otras cosas porque el gobierno de la Generalitat recomienda —aunque no obliga— que los votantes acudan a votar según un horario prefijado — Totes les mesures de seguretat per anar a votar el 14-F—: de 09:00 a 12:00 los llamados «colectivos de riesgo», de 19:00 a 20:00 los que están en cuarentena —contagiados, contactos cercanos o sospechosos de tener covid— y el resto del día la población en general. Sólo faltaría que a alguien «de riesgo» lo enrolen durante doce horas al menos.

Ismael Peña-López, director general de participación ciudadana y procesos electorales, ha hecho una afirmación tan rotunda como cierta: negarse a estar en una mesa electoral no es una falta leve sino un delito que puede llegar a ser castigado con un año de cárcel. Y Oriol Mitjà se lo ha reprochado en un tweet: «Me parece inmoral que un servidor público obligue al ciudadano a escoger entre salud y cárcel.»

Cuando a alguien le viene a la cabeza ese dilema, acabará escogiendo la salud. Difícilmente creerá que ir a votar implica un riesgo enorme, más que ir en metro o autobús, o de compras o a comer, donde y cuando se puede, pero sí lo verá como un riesgo innecesario y evitable. Si al desencanto político se le suma la perspectiva de unos colegios electorales al borde de un ataque de nervios, las ganas de participar serán más bajas que nunca.

Por consiguiente, si finalmente tienen lugar el 14 de febrero, las elecciones servirán para ver qué minoría conserva más capacidad movilizadora.

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