Hace más de 10 años que no nos vemos, a pesar de que hemos mantenido el contacto. Siempre hubo algo, aunque también siempre fue a destiempo. Nos citamos en el hall de la Grand Central Station a las 11 de la mañana, justo donde está el reloj. Cuando me reconoces, me abrazas como si la última vez que nos vimos hubiese sido antes de ayer. Tú no recordabas que fuera tan alto y yo que tenías los ojos azules.
Cae una lluvia suave y fina en Nueva York; llevas un chubasquero amarillo muy de peli. Has cambiado poco a pesar de tener ya 34 años, y sigues llevando el pelo teñido de un rubio muy claro, como cuando tenías 23. Yo salí con unos tipos muy simpáticos la noche anterior en el Soho, y entre eso y que aún no me he adaptado al horario local, estoy un poco atontado. Tienes hambre y me dices que quieres ir a comer algo, que no has desayunado. Esa cosa de comer tan temprano reconozco que me cuesta. ¿Cómo es posible que a tantos os guste comer al mediodía? Hay un punto de barbarie norte europea que no habéis aún superado.
Caminamos y nos es facilísimo reanudar la conversación, no hay ni medio silencio incómodo. Es verdad que el hablar de vez en cuando por whatsapp allanó el camino, pero me sorprende lo sencillo que resulta retomar el hilo. Vamos a un sitio que tú ya conoces, de esos que hacen esa cosa del brunch. Está a reventar, pero por suerte has reservado. Neoyorquina de nacimiento, expatriada en Connecticut, te conoces bien la ciudad y los locales que valen la pena. Nos sentamos y pedimos dos hamburguesas, y durante la espera me hablas de tu familia y de los problemas que tenéis desde que tu padre murió hace ya muchos años. Tu hermana nunca ha podido superarlo y estás preocupada por ella. No pierde ocasión de irse fuera y ahora vive en Londres, a pesar de no tener nada que la ate allí: ni trabajo ni pareja estable. Haces una mueca de tristeza cuando hablas de ella que me da ternura. No creo que sea bueno dar consejos, pero sí que pienso en lo que haría yo y te digo que no puedes tomar decisiones por los demás, pero sí estar disponible para ellos, y que ellos lo sepan. Eso abre la puerta a que, en algún momento, cuando vean las cosas más claras, tengan un hogar cálido al que valga la pena volver. Luego hay eso de hacerte reír; resulta si cabe aún más sencillo que mantener la conversación.
Al salir del local nos vamos al MoMa, a ver arte moderno. Sigue lloviznando, ahora con algo más de intensidad, y yo abro mi paraguas. Lo pongo debajo de ti y tú te acercas a mí, dándome las gracias y clavando tus ojos en los míos. The eyes, chico, they never lie. Mientras nos paseamos por las seis plantas del MoMa pienso en cómo sería nuestra vida en Nueva York, en ese apartamento de 800 m² que tendríamos en el Upper East Side, al lado del Guggenheim, seguramente en el 1075 de la quinta avenida. Me gusta lo limpia que está esta parte de la ciudad, pero me gustan aún más esos accesos de las casas de los ricos, con sus toldos verde oscuro que atraviesan la acera entera hasta el asfalto para evitar que te mojes o te toque el sol nada más salir del coche. No con uno, sino con dos porteros. Podríamos llevar a los niños a pie al colegio y reservar el chófer solo para los fines de semana cuando tuviéramos que visitar a tu familia en Connecticut. Lo he mirado, a dos pasos tenemos Marymount, una escuela católica. Lo cierto es que teniendo Central Park tan cerca no haría falta ni salir de la ciudad para estar en la montaña. Además, con tantas galerías de arte en la zona y esos cafés que parecen que te acaricien nada más sentarte, tendríamos más que suficiente para distraernos y socializar. Irías a Sant Ambroeus, en la avenida Madison, a tomar tarta con esas vecinas que se ponen polvos de talco en la cara para parecer más blancas y que tan bien nos caen y tanto queremos. Yo iría al Carlyle con los chicos a organizar las próximas partidas de póker y de golf, y aprovecharíamos la ausencia de las mujeres para hablar de negocios y dinero. No faltaríamos a ninguna convocatoria de recaudación de fondos para cualquiera de las citas del calendario electoral, y aplaudiríamos con entusiasmo a todos los retrasados que tiene por costumbre presentar el partido Demócrata. ¡Qué bien quedaríamos con todos y qué contentos estaríamos de nosotros mismos! De vez en cuando iríamos a comer en Cipriani y pasearíamos por Midtown, donde hay estos edificios de oficinas tan altos con unos halls inmensos. ¿Te imaginas lo que sería trabajar en una de estas oficinas? ¡Qué drama!, por suerte eso no tenemos que vivirlo y cuando nos viene ansiedad al ver a tantos desgraciados desfilar hacia ellas llamamos al chófer y volvemos a casa. Sería, sin duda, una buena vida.
Salimos del MoMa y vamos a Central Park. Ha dejado de llover, pero aún quedan nubes. La ciudad queda muy bien perfilada con ese tono gris. Me pides que nos saquemos una foto para recordar el momento. Al poco de sentarnos, nos besamos. Poco más nos queda que disfrutar de una leve intimidad. Yo te perdono la estupidez de que no te guste Woody Allen, pero el día que hemos pasado nos lo ha organizado él.
El tiempo nos pasa rápido y tienes que irte. Nos subimos a un taxi que nos lleva de nuevo a la estación central, y ya dentro del andén te acompaño hasta tu vagón. No sabía que en Estados Unidos podías comprar el billete en el mismo tren. Antes de entrar me besas otra vez y me abrazas muy fuerte mientras yo te acaricio tu dorada cabellera. Me despido de ti con la mano mientras el tren se va. Quién sabe si esta será la última vez que nos veremos.