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Democracia ¿liberal?

«Un poco menos de democracia podría suponer un algo más de libertad, al limitar a los partidos políticos en su función de agencias de colocación»

Fachada principal del Congreso de los Diputados, en Madrid.

En el intento de juzgar un concepto con el simplismo de limitarse a determinar un veredicto a favor o en contra, podemos encontrarnos con que dicho concepto puede englobar diferentes aspectos entre los que no necesariamente hay una vinculación de equivalencia o imbricación íntima, sino que cada aspecto debería conducir a debates independientes, con posibles conclusiones para cada uno de ellos diferentes e incluso paradójicas. En mi opinión, el sintagma democracia liberal, según la experiencia adquirida desde que la Constitución de 1978 consagra este sistema, merece este análisis, por mucho que algunos tengan el trabuco preparado para llevarme al paredón de sacrificio de los fachas.

En primer lugar, el concepto democracia contiene una serie de aspectos que son desconocidos para el gran público. Para la inmensa población dedicada a sus quehaceres diarios y que no se calienta la cabeza con finos análisis políticos o históricos, democracia es simplemente la pugna entre facciones que luchan por el poder y que las urnas decidan en función de múltiples cuestiones de adhesión popular a una facción u otra, muchas de ellas de tipo meramente visceral o pasional sin diferencia con la rivalidad entre Boca y River. Nada que ver con el concepto de democracia de las personas ilustradas.

Para una persona ilustrada, democracia es el método para resolver la pluralidad de ideas existentes en una sociedad, en la búsqueda de una convivencia lo más civilizada posible, confiando en que los consensos alcanzados a base de tener en cuenta todas las aportaciones den como resultado una sociedad más justa y avanzada. De cara a la formación de gobiernos en las diferentes instancias, se trata de que quienes se encarguen de dichas responsabilidades cuenten con un suficiente apoyo social, pero también, que sean individuos que ocupen el cargo pensando en trabajar para el bien común y no por las prebendas y privilegios que puedan alcanzar. Todo esto requiere una serie de pautas de comportamiento como el respeto a las opiniones diferentes, la defensa de las propias mediante la argumentación racional o el respeto a las reglas de juego.

En el sintagma que estamos analizando, al sustantivo democracia le sigue el adjetivo liberal, y con él se intenta asociar otra cuestión deseable para la convivencia que es el ejercicio de los derechos y libertades básicos: derecho a la integridad física y moral, libertad de expresión, con sus derivadas de libertad de prensa y de creación artística, libertad religiosa, de asociación y reunión, de circulación, de participación política, etc. Y aunque haya sectores normalizados como actores legítimos de la democracia liberal, lo que se llama “las izquierdas”, que son contrarios a ellas, entre las libertades también se deben incluir la libertad de empresa, de comercio o la de administrar los recursos que cada individuo haya podido reunir por medios legítimos, es decir, la propiedad privada. Y aquí hay que revisar el final del párrafo anterior. Si un elemento de la democracia es el respeto a las reglas de juego, las libertades están limitadas. Las acciones que infrinjan las libertades y derechos de los demás o sean contrarias al funcionamiento del sistema o al bien común no forman parte de las libertades.

Pero no solamente de buena convivencia con sus semejantes vive el ser humano. También necesita satisfacer sus necesidades vitales. La economía es un hecho central de la vida en comunidad y a estas alturas del siglo XXI, es un hecho empírico que el modelo que ha dado prosperidad y bienestar a amplias capas de la población desde tiempos inmemoriales es el basado en esas libertades mencionadas en último lugar y a las que algunas facciones políticas normalizadas en el sistema, les tienen aversión.

Y aquí es donde viene uno de los problemas, porque esto representa un freno brutal al progreso económico de la sociedad, con el agravante de escarnio moral que representa el que las facciones que auspician estos frenos se autodenominan precisamente ¡progresistas!

La idea de progreso de los “progresistas” aparece parodiada en la película Los santos inocentes, basada en la obra de Miguel Delibes, cuando la señora marquesa instala con ocasión de la visita al cortijo, una mesita para entregar dádivas a los siervos de la gleba, que posteriormente se congregan en la plaza para vitorear a la señora marquesa en agradecimiento. Si alguien ve progreso en esta escena, algunos vemos el retroceso más atroz. Pero esto es lo que propugnan y practican “las izquierdas”: medidas económicas que no son más que duros a cuatro pesetas o pan para hoy y hambre para mañana, de cara a transmitir la ilusión a ciertos sectores sociales de que están siendo beneficiados e hincar el diente al presupuesto público para tejer redes clientelares y bolsas de voto cautivo. Dádivas a cambio de aclamación al grupo dirigente en forma de votos, que así se perpetúa en el poder mientras el país ve limitado su desarrollo económico.

Aquí vemos cómo la política económica a la que conduce el concepto democracia, entendida como la elección de los gobernantes contando votos, lo que Borges definió como un abuso de la estadística, contradice el calificativo liberal, en lo que respecta a las libertades económicas. Pero ahí no se acaba la cosa en cuanto a negación de las libertades por parte del sistema de elección de gobernantes mediante comicios.

El proceso de obtención de los cargos de las instituciones del país en base al número de votos supone un volumen de trabajo que se organiza en torno a los partidos políticos. Cuando éramos ingenuos, podíamos pensar que éstos cumplían una función de laboratorios de ideas que presentaban propuestas a la sociedad, y ésta elegía las mejores opciones. Aún sabiendo que la sociedad está formada por diferentes sectores con niveles de formación y de criterio diversos, se confiaba en que el método de contar votos tenía que conducir a la mejor elección posible.

Creo que ya no estamos en situación de asumir tal ingenuidad y la prueba de ello es la fauna lamentable de personajes que se encuentran ocupando incluso los cargos más importantes de las instituciones. Es evidente a estas alturas que los partidos políticos están formados en buena medida por personajes sin oficio ni beneficio que por amiguismos y relaciones se encaraman en las listas electorales y una vez elegidos disfrutan de unos sueldos y manejan unos presupuestos que no podrían imaginar por su capacitación profesional o su capacidad de crear valor. Es decir, que la función de los partidos mencionada anteriormente, de factores de innovación para el progreso de la sociedad, quedan laminados por intereses personales de supervivencia económica individual, y la búsqueda del voto se convierte en una prioridad desesperada. Y a la vista de la experiencia adquirida, esto se ha ido basando cada vez más en el acudir a fidelidades tribales que encanallan la vida política.

Unos con el difundir que pertenecen a naciones exquisitas que se han visto en la desgracia de tener que compartir Estado con la nación de los zafios, otros reviviendo en el ánimo de la gente los bandos de una guerra civil que ninguno de los españoles vivos tuvimos la desgracia de sufrir. La libertad de expresión no existe desde el momento en que hay sectores que tienen reconocida la potestad de zanjar cualquier debate de ideas con la patada en la boca de tú te callas, facha de mierda. Nos encontramos con la aberración de que la elección de gobernantes por volumen de votos nos ha alejado del ideal liberal de una sociedad de individuos que según su análisis personal e intransferible elaboran sus propias ideas y las expresan para enriquecimiento de la vida colectiva, sino a la formación de bandos irreconciliables, porque el espíritu de secta pasa por encima de cualquier idea. La libertad conlleva que no exista una élite político-mediática que se dedique, mediante el uso de costosos medios de comunicación pagados con los impuestos, a calentarle la cabeza a la gente con ideas simplonas que induzcan a un voto acrítico.

¿Qué otro escenario podemos imaginar? Hay propuestas que ya han sido debatidas: listas abiertas, limitación de mandatos, etc. En mi opinión, la dedicación a la política debe ser vocacional y temporal. El ideal de ciudadanos libres e iguales es incompatible con la división de la sociedad en estamentos, pero por desgracia, tenemos asumido en nuestro lenguaje la existencia de un estamento llamado “los políticos”. Estos “políticos” no son una casta de sangre azul imbuida de un superior conocimiento de las cuestiones de gobierno y que por ello tengan derecho a una proyección personal ávida de cargos. Al contrario, deberían ser ciudadanos que entreguen libremente su esfuerzo de gobierno como contribución al bien común. El carácter vocacional y temporal de la dedicación a las tareas de gobierno debe ser un imperativo esencial de la democracia.

La vocación es por su naturaleza inaprehensible, pero el tiempo es perfectamente medible y sin limitación de mandatos por ley, tenemos una democracia defectuosa. Todos estos debates ya se han producido y se han tirado a la basura, por lo que presentar otro puede parecer ocioso. Pero desde la ingenuidad que aún pueda quedar, presento otra propuesta: que el poder municipal no se dirima por número de votos sino por unas oposiciones (duras) que filtren a personal realmente preparado para la gestión municipal, con una limitación temporal del ejercicio del puesto, con una delimitación por ley muy estricta de las áreas de responsabilidad de los ayuntamientos y un control exhaustivo por parte de un tribunal de cuentas del uso de los presupuestos asignados al consistorio. Por un lado, se tendría una mayor seguridad sobre la idoneidad para el desempeño del cargo. Pero por otro, ese poco menos de democracia podría suponer un algo más de libertad, al limitar a los partidos políticos en su función de agencias de colocación y, por tanto, en su avidez para controlar ideológicamente a la sociedad.

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