La secuencia es inédita en democracia. El Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, a 2 años de inhabilitación, 7.200 euros de multa y 10.000 euros de indemnización por un delito de revelación de secretos ligado al caso de la pareja de la presidenta madrileña. Es el máximo responsable del Ministerio Fiscal, nombrado por el Rey a propuesta del Gobierno y oído el CGPJ, tal y como recoge el artículo 124 de la Constitución. Que quien debe perseguir el delito acabe condenado por vulnerar el secreto profesional es algo más que un “caso mediático”: es un golpe directo a la credibilidad institucional.
Al mismo tiempo, el caso Koldo investiga nueve contratos por en torno a 53 millones de euros en material sanitario adjudicado de urgencia durante la pandemia, con sospechas de sobrecostes, comisiones y patrimonio inflado de varios implicados. Y en el Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), referente público contra el cáncer, se ha destapado que aproximadamente un millón de euros se destinó a gastos artísticos y viajes, dentro del programa CNIO Arte, lo que ha llevado al patronato a tumbar las cuentas de 2025 y ordenar una auditoría específica tras años de desvíos que rondarían los tres millones desde 2018.
En su reacción inmediata, @cayetanaAT, diputada del PP de perfil liberal-conservador, subraya que “el Supremo condena al fiscal general a dos años de inhabilitación” y presenta el fallo como prueba del deterioro institucional bajo el sanchismo.
Bruselas también toma nota. El Informe sobre el Estado de derecho 2025 de la Comisión Europea subraya que la contratación pública, la financiación de partidos, los grandes proyectos de infraestructuras y los servicios públicos son sectores de alto riesgo de corrupción, y afea a España que siga sin una estrategia nacional anticorrupción pese a estar prevista para 2024. En el mismo informe se pide reforzar el Estatuto del Fiscal General, separando claramente su mandato del Gobierno, mientras se menciona el propio proceso judicial contra García Ortiz como muestra de tensión institucional.
Con enfoque abiertamente liberal, @wallstwolverine, creador de contenido económico y político, destaca que “el Supremo condena al fiscal general del Estado a dos años de inhabilitación por revelación de secretos” y lo enmarca en un patrón de corrupción sistémica y degradación institucional en España.
La factura llega al contribuyente. Según la Fundación Civismo, en 2025 el ciudadano medio trabaja 228 días, hasta el 18 de agosto, solo para pagar impuestos y cotizaciones, 16 días más que en 2024. Es decir, más de siete meses dedicados a financiar un Estado donde proliferan sobrecostes, redes clientelares y organismos cuya eficiencia genera dudas. Cuando se combinan impuestos récord, un fiscal general condenado, casos como Koldo y el CNIO, y advertencias europeas sobre corrupción, la expresión “corrupción sistémica” deja de sonar eslogan para convertirse en diagnóstico cotidiano.
El problema de fondo es de diseño institucional. El fiscal general depende políticamente del Ejecutivo que lo propone; el Banco de España tiene un Consejo de Gobierno en el que el Gobierno nombra al gobernador, la subgobernadora y seis consejeros, con mandatos prolongados pero no blindados frente a la presión política. La Comisión Europea insiste en reforzar la independencia y en que España adopte por fin una estrategia nacional anticorrupción homologable a la de la mayoría de países de la OCDE, algo que hasta hoy sigue pendiente.
Desde una óptica liberal clásica, @asoclibaustriac, asociación ligada al liberalismo austriaco, celebra la condena al fiscal general afirmando que “no hay nada más ruin que usar el aparato del Estado contra un ciudadano” y reclama instituciones que protejan al individuo frente al poder político.
La paradoja es clara: España sigue clasificada formalmente como democracia avanzada, pero combina un fiscal general condenado, un macrocaso de contratos públicos durante la pandemia, un centro de referencia como el CNIO cuestionado por desvíos y un informe europeo que llama la atención por la falta de estrategia anticorrupción. Más burocracia, más gasto y más poder discrecional no han traído mejores instituciones, sino una sensación creciente de impunidad estructural.
En su análisis, @TISpain, organización civil anticorrupción, destaca que España cae cuatro puntos y diez puestos en el Índice de Percepción de la Corrupción 2024 hasta 56/100, reflejo de estancamiento reformista y desmantelamiento de controles.
La salida pasa por lo contrario de lo que se ha hecho: mandatos únicos y no renovables para fiscal general y reguladores, nombramientos con mayorías reforzadas y perfiles técnicos, una estrategia nacional anticorrupción realista, transparencia total en contratación y un sector público más reducido pero mucho más profesional. Menos cargos de partido, más Estado de derecho. Mientras el Estado siga siendo el botín de los partidos, la corrupción será sistémica; cuando el premio sea la institución fuerte y neutral, empezará la verdadera regeneración.





