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ENTREVISTA | Alejo Schapire: «La izquierda identitaria alienta el tribalismo»

El autor acaba de publicar ‘La traición progresista’, donde relata su desencanto con la deriva identitaria de la izquierda actual

El periodista argentino Alejo Schapire. CEDIDA.

Tras libros como La deriva reaccionaria de la izquierda, de Félix Ovejero, o La masa enfurecida, de Douglas Murray, el mes pasado llegó a las librerías españolas La traición progresista, de Alejo Schapire (1973). En él, como en las obras citadas, este periodista argentino que trabaja en la radio pública francesa carga contra una nueva izquierda colonizada por ideas reaccionarias, pero también contra el auge alcanzado en contrapartida por el populismo nacionalista y de extrema derecha.

Sostiene que su libro es el relato de una «ruptura sentimental» con la izquierda contemporánea. ¿Hubo un detonante o fue un desencanto paulatino?

Fue un desengaño brutal. Diría que fue doble: por un lado las reacciones de una parte de la izquierda con los atentados del 11 de septiembre de 2001. Las justificaciones, la fascinación y hasta los festejos por quienes consideraban que se trataba de una justa venganza de los oprimidos de este mundo frente al símbolo perfecto del neoliberalismo imperialista. En realidad, estaban atacando la administración de un recién llegado George W. Bush, un aislacionista que ni siquiera tenía pasaporte, a través de una matanza ciega, que tenía por blanco edificios de la ciudad más cosmopolita del mundo, matando a gente de todas las nacionalidades y religiones.

Pero el detonante fundamental para mí fue cuando, durante la Segunda Intifada, empezaron a golpear primero, y a matar después, a judíos en las calles de Francia. Intenté publicar entonces un artículo reseñando el fenómeno, algo no visto desde la Segunda Guerra Mundial en Francia, en el diario de izquierda para el que escribía. Mi editor estuvo de acuerdo, pensando que se trataba de ataques neonazis. Cuando se dio cuenta de que los ataques eran perpetrados por magrebíes que importaban el conflicto palestino-israelí, se opuso a hablar del tema.

«Existe un puritanismo en este movimiento woke, que actúa como un religión secular, imponiendo tabúes, la excomunicación de quienes son cancelados y el pedido constante de arrepentimiento público»

Después llegaría la matanza yihadista en una escuela judía de Toulouse; nuevamente se activaron los mismos mecanismos de negación en la prensa progre, minimizando, patologizando al terrorista («es un loco»), «es una víctima del sistema», en fin, un mantra que se repetiría con cada atentando.

Entretanto, en lo personal empecé a atravesar un desierto, sintiendo que mi campo ideológico se había vuelto irreconocible, dispuesto a cerrar los ojos en algo que para mí no era negociable: el antisemitismo, y lo que es peor, un racismo que se disfrazaba de antirracismo. La reflexión sobre los mecanismos de negación y justificación de este viraje es el eje de este libro.

Cuenta que la nueva izquierda se ha construido a partir de un falso consenso. ¿Cómo se formó esa burbuja?

Con el colapso de la URSS y el derrumbe de ese modelo alternativo al capitalismo, buena parte de la izquierda se refugió en las universidades, la prensa, el activismo en el ámbito cultural, que es el lugar al que se desplaza la batalla de ideas. La fábrica, el campo, la empresa, es decir el mundo del trabajo, deja de ser el centro de gravitación de la izquierda, que ha sido derrotada en el campo económico y político ante el capitalismo triunfante de Reagan o Thatcher. Ahora, el trabajador dejaba de ser el sujeto histórico y era reemplazado por las minorías étnicas y sexuales, un proletariado de sustitución. Un nuevo prisma para entender el mundo se desarrolló en lugares privilegiados: universidades elitistas y las redacciones de las grandes urbes —los periódicos rurales han desaparecido con Internet—.

El resultado es que los discursos dominantes, tanto de la academia como de la prensa, son fabricados por estas voces que estiman que las opiniones que los rodean son un sentido común que impera también en el resto del país, sin darse cuenta de que ese sesgo no es compartido por quienes no viven en estas burbujas, exacerbadas por los algoritmos de las redes sociales. Cuando gana el brexit o Trump, fenómenos que no supieron anticipar porque solo escuchan a sus semejantes, queda al descubierto que este consenso de lo que es la realidad política era falso.

Hace un par de años, un centenar de artistas e intelectuales francesas criticaron el «puritanismo» del Me Too y revindicaron la «libertad de importunar». ¿Fue un diagnóstico acertado?

A los franceses les gusta jactarse de tener criterios más amplios y generosos ante un mundo anglosajón y protestante, en el que ven una austeridad y un rigor mojigatos. Les encantó ver que la prensa de EEUU o Inglaterra se escandalizara por ver a la esposa y a la amante de Mitterrand despidiéndose juntas del cuerpo del expresidente. En cuanto a la «libertad de importunar» hay que tener en consideración dos factores: por un lado, cuando hay una relación de poder, típicamente entre un director o productor todopoderoso y una ignota actriz que sabe que su carrera depende de esta relación, difícilmente se pueda hablar de una libertad total. Al mismo tiempo, el consentimiento en el sexo a veces tiene una zona gris, propia de las ambigüedades de los sentimientos y el juego amoroso.

«El ‘lenguaje inclusivo’, que nunca ha incluido a nadie, tiene por principal función plantar banderas de conquista de una ideología, y el precio es que sume caos al lenguaje y resta economía a la hora de expresarse»

Lo que sí existe claramente es un puritanismo en este movimiento woke, que actúa como una religión secular, imponiendo tabúes —the ‘n’ Word es uno de ellos—, la excomunicación de quienes son cancelados, el establecimiento de listas negras, el pedido constante de arrepentimiento público y un afán inquisitorial de buscar siempre una pureza libre de todo pecado.

En una tribuna reciente en el diario El País, el escritor Patricio Pron denuncia que «todos perdemos con las nuevas restricciones a la literatura en nombre de ideas morales, que no distinguen al autor de su obra». ¿Lo suscribe?

La ideología woke no distingue entre autor y narrador, y lo hace deliberadamente. La aberrante acusación de «apropiación cultural» tiene que ver con esto. La izquierda identitaria esencialista pretende que cada quien se quede en su determinismo. Nadie debe intentar ponerse en los zapatos de otro, y eso es justamente la ficción. Que la identidad étnico-religiosa y sexual del personaje deba coincidir perfectamente con la persona que lo interpreta, que los traductores al neerlandés o al catalán de la poeta Amanda Gorman tuviesen que renunciar a hacer su trabajo por no tener su color de piel o sexualidad también tiene que ver con este disparate.

Advierte de que parte del progresismo ha pasado de denunciar el antisemitismo practicado por la ultraderecha a ejercerlo en nombre de la izquierda. ¿Cómo se explica?

La izquierda identitaria ama al judío hasta 1945 y reconoce al antisemitismo si es profesado por un skinhead con el Mein Kampf en la mano. El problema es que no es ese el antisemitismo que mata hoy en las calles de Europa, sino que es uno que lo hace invocando claramente en sus reivindicaciones el islam y la opresión de los palestinos. El conflicto palestino-israelí es quizás lo único que une a la opinión de los distintos regímenes árabes, y el progresismo encuentra en él un puente con su propia manera de entender el mundo: dominantes y dominados. Si hasta 1945 el judío es el paradigma de la víctima por su destrucción industrial, la creación del Estado de Israel para evitar que ésta se repita, ocurre paralelamente a los movimientos de descolonización.

«El progresismo, en nombre de la causa palestina, ha adoptado un lectura donde no se dice antisemita, sino antisionista. Para ellos, el judío de los años 40 es el palestino de hoy, y el judío, el nuevo nazi»

Paradójicamente, la creación del Estado de Israel empieza como un proyecto impulsado por fuerzas de izquierda y la URSS es el primer país en reconocer jurídicamente a Israel. Sin embargo, cuando Stalin se dio cuenta de que no podría manipularlo, prefirió apoyar a los nacionalismos árabes y denunciar a los israelíes como imperialistas. Luego, con el invento del «complot de los médicos» en 1953, Stalin inaugura esta nueva lectura. «Todo sionista es agente del espionaje estadounidense. Los nacionalistas judíos piensan que su nación fue salvada por los Estados Unidos, allá donde ellos pueden hacerse ricos y burgueses», dijo, bendiciendo este nuevo antisemitismo.

El progresismo, en nombre de la causa palestina, ha adoptado esta lectura, donde no se dice antisemita, sino antisionista. Para ellos, el judío de los años 40 es el palestino de hoy, y el judío, el nuevo nazi. Entretanto, la camiseta del Che ha sido reemplazada por la kufiya palestina. Paradójicamente, el nuevo antisemitismo lleva el disfraz del antirracismo.

Diversas voces han avisado de que la izquierda actual ha sustituido el proyecto de emancipación universal por la defensa de las identidades diferenciadas. ¿Qué perdemos con el cambio de paradigma?

Reducir la humanidad a su color de piel o sexualidad es alentar el tribalismo, establecer jerarquías de grupos de víctimas que compiten entre sí y fomentar un relativismo cultural dispuesto a tolerar el totalitarismo, la homofobia y el machismo si viene de «gente exótica». Decir que una persona debe votar de tal o cual manera porque es negro, mujer u homosexual es negar la capacidad del individuo a pensar más allá de sus determinismos. Es decir, racismo.

¿Y hasta qué punto fue el auge de este nuevo progresismo es responsable del triunfo de Trump?

Trump es el revés de la medalla identitaria de izquierda, la derecha identitaria. Trump no se ha comportado como un supremacista blanco, sino que ha adoptado el discurso victimista y se ha dirigido a los perdedores de la globalización, los trabajadores blancos de las zonas desindustrializadas, como a una tribu en peligro de extinción por el cambio demográfico que los convierte de mayoría en primera minoría. Los «deplorables» encontraron en él a alguien que les hablaba, mientras los demócratas se concentraban en las minorías y los blancos con estudios superiores de las grandes ciudades. Para el trabajador blanco, la irrupción punk de un hombre de malos modales que se burlaba de la corrección política de las élites tenía algo de exultante.

«Para el trabajador blanco, la irrupción punk de un hombre de malos modales como Trump, que se burlaba de la corrección política de las élites, tenía algo de exultante»

60 diputados franceses del centro y derecha francesa presentaron el mes pasado una proposición de ley para prohibir el lenguaje inclusivo en la Administración, que tacharon de «ilegible y discriminatoria». ¿Será Francia la que, después de exportar el relativismo a los campus de Estados Unidos, dé la batalla contra el identitarismo?

El gobierno francés, empezando por el presidente Macron, se ha visto obligado a enfrentar la ideología woke porque es un discurso que ha calado fuerte desde las universidades y la prensa, contribuyendo a la fragmentación identitaria de un país que fue históricamente el promotor del universalismo republicano. El «lenguaje inclusivo», que nunca ha incluido a nadie, tiene por principal función plantar banderas de conquista de una ideología, y el precio es que un lenguaje de por sí bastante complejo como el francés, sume caos y reste economía a la hora de expresarse.

En el libro menciona en diversas ocasiones a Unidas Podemos. ¿Reúne esta formación los atributos de la izquierda que usted rechaza?

Podemos ha sido pionera, con sus vínculos con los regímenes bolivarianos e Irán, en esa izquierda europea que ha hecho la vista gorda ante los experimentos totalitarios y teocráticos porque, lo principal, era luchar contra «el imperialismo yanqui». Es de ese mismo Estados Unidos y sus universidades elitistas donde ha comprado todo el paquete woke, desde las ley trans al relativismo cultural, abandonando al electorado tradicional de la izquierda obrera que, como ha hecho en Estados Unidos o Francia, va hacia la opción identitaria de derecha.

Pese al levantamiento contra la Constitución protagonizado por el separatismo catalán en 2017, la izquierda española ha convertido a los nacionalismos periféricos en sus socios preferentes. ¿Puede considerarse esta alianza otra «traición progresista»?

El discurso identitario de la izquierda se apoya en un tribalismo victimista que encaja perfectamente con la fragmentación de los nacionalismos en España. El odiado estado-nación, la España de la Conquista, es el hombre blanco heterosexual culpable de todos los males, y los colectivos oprimidos son los nacionalismos periféricos, el negro, la mujer, el homosexual de las identidades regionales. La alianza de la izquierda identitaria y los movimientos identitarios nacionalistas obedece a esta concepción del mundo. Los catalanes, vascos, etcétera que son de izquierda y no comulgan con estos nacionalismos han sido abandonados por esa «traición progresista».

Óscar Benítez
Óscar Benítez
Periodista de El Liberal. Antes, fui redactor de Crónica Global y La Razón; y guionista de El Intermedio.

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