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OPINIÓN | Guía de Cataluña para madrileños despistados

Manifestantes en la protesta de la Diada de 2022.

La mayoría de mecanismos que usamos en nuestra condición de homo habilis se basan en la complementariedad de dos agentes distintos que encajan o se retroalimentan. Una llave abre una puerta porque encaja en la ranura de la cerradura. Un motor eléctrico gira porque el campo magnético de la parte rotatoria tiende a alinearse con el campo magnético de la parte estática. El nacionalismo catalán prospera porque se complementa con la espantosa ingenuidad madrileña, que a su vez tiene su raíz en el absurdo desconocimiento que, en tiempos de puente aéreo, AVE y redes sociales, existe sobre Cataluña.

La clase política del resto de España, en su pereza por profundizar en temas enojosos, generalmente está todavía con la copla de que “lo de Cataluña” tendrá algún día un punto final con una gran bajada de pantalones por parte del Estado, aún pendiente de averiguar después de medio siglo intentándolo, que ejercerá de gran desagravio a un enorme resentimiento que, si “los catalanes” tanto insisten, ellos sabrán. Sin pararse a analizar más. Ejerciendo de funcionario que toma nota de una reclamación, sin entrar a valorar los motivos o intenciones, informando rutinariamente al demandante que su tema seguirá su curso administrativo.

Contaré una anécdota personal para tratar de centrar el tema. Mis tiempos de universitario, años ochenta, UPC, por más señas. Anécdotas como ésta las hemos tenido todos en muchos momentos, que en general a mí me parecían más relacionadas con la rivalidad futbolística Real Madrid-Barça, pero por lo que fuera, aquélla se me quedó dando vueltas en la cabeza. Llego a una clase y los asistentes se encontraban de cháchara por el retraso de la persona encargada de impartirla. El tema de conversación era viajes, y una persona, cuyo atavío habitual era del estilo Ana Gabriel (el que usaba antes de darse el piro), estaba explicando que cuando viajaba por Europa con sus amigos, por fuerza se tenían que identificar presentando el pasaporte español, lo que provocaba que se les mirara por encima del hombro. Pero que cuando aclaraban que eran catalanes, se producía un cambio de criterio con un “ah, bueno, eso es otra cosa”. A un servidor, como hijo de esa ósmosis demográfica producida a lo largo del siglo XX por la que los diez o veinte apellidos más comunes en Cataluña son los mismos que en el resto de España y que nunca se me había ocurrido pensar que mis orígenes familiares foráneos constituyeran un motivo de menoscabo, me indignó esa pretensión de establecer categorías entre los españoles. Por supuesto, el motivo más directo de mi incomodidad era que esa distinción, a mí y mi familia nos asignaba la categoría de parias. Pero también fue la indignación natural al oír algo poco creíble, ya que a mi entender, en aquella época en que el tema identitario, a pesar de que ya se habían desplegado campañas publicitarias con gran dispendio de cartelería y anuncios en televisión, no se podía prever lo que iba a llegar a ser, me pareció muy pretencioso hacer creer que fuera de España alguien tuviera noticia de diferencias regionales en ese país asociado a playa y toros. Pero lo que más me desconcertó fue que en aquella época ya habíamos oído todos a John Lennon cantar aquello de “imagina que no hay países”, “imagina a toda la gente compartiendo todo el mundo”, “nada por lo que matar o morir”. Es decir, después de que se nos pintara la modernidad como un mundo donde se pudiera vivir en armonía relativizando las diferencias étnicas o culturales, venía una tipa, precisamente con aspecto hippioso, a decirnos que te habías creído tú eso, que mientras haya catalanes habrá categorías.

Lo que en el resto de España se entiende como “lo de Cataluña” es, en esencia, eso: un núcleo de población que, por el asunto de la lengua, no soportan ser considerados al mismo nivel que el resto de españoles

Lo que en el resto de España se entiende como “lo de Cataluña” es, en esencia, eso: un núcleo de población que, por el asunto de la lengua, no soportan ser considerados al mismo nivel que el resto de españoles. Nada que ver con más inversiones, competencias o cesiones políticas supuestamente apaciguadoras.

Aquella anécdota la zanjé en mi interior pensando que de todo tiene que haber en la viña del señor. Pero al iniciarse la siguiente década, con Jordi Pujol bien atornillado en la presidencia del gobierno autonómico ejerciendo de gran patriarca, resultó evidente que nos encontrábamos en un régimen político cuyo discurso oficial se basaba precisamente en aquella mentalidad. Las macrocampañas publicitarias que había emprendido el gobierno autonómico desde el minuto 1 de su andadura, cobraban sentido ya como parte de un plan. Jordi Pujol, el “prudente y moderado” (en aquellos tiempos, comparada con la ETA, cualquier cosa se tenía que considerar moderada) dedicó sus energías a convencernos a una parte de la población de Cataluña de que vivíamos de prestado, así como a educar a toda España en la actitud de que a alguien que exhiba ese intangible de la identidad catalana se le tiene que tratar como a un hermano mayor al que no se le lleva la contraria, llevando cualquier disputa conceptual al autoritario extremo de o conmigo o contra mí.

La política llamada de apaciguamiento, que es el eufemismo para vendérselo a la sociedad española, pero que en realidad es de connivencia en el juego de reparto de áreas de poder, para lo que ha servido es para mover hacia el independentismo a esa parte de la población que no es ni una cosa ni otra, que se amolda al pensamiento dominante y que lo único que quiere es que cuando el asunto esté zanjado, quedar del lado de los vencedores. El combustible del independentismo es esa fijación de los responsables de manejar la nave del Estado por autoderrotarse continuamente, provocando un efecto bola de nieve que vuelve el asunto cada vez más peliagudo.

Tan peliagudo que en el límite nos podemos encontrar en el futuro con un conflicto bélico entre hermanos. ¿Que no? Hagamos política-ficción. Imaginemos que el presidente del Gobierno de turno, en su querencia por pactar con quien sea antes que con la oposición constitucionalista, admite referéndum y, como es de prever si tal consulta (o como se le llame) llega a realizarse, después de medio siglo de jaleamiento identitario, un 25 ó 30% de la población vota a favor mientras que el resto, enterrado como está en la indiferencia por estos asuntos, se queda en casa. El Gobierno admite el resultado, y tal como se está haciendo ahora con la ruinosa gestión del gobierno autonómico, el Estado español corre con todos los gastos y pone todos los recursos para constituir ese nuevo estado independiente, derribando así la última objeción al proceso, que sería la de su inviabilidad. En esa situación, que a nadie le quepa duda de que no pasaría mucho tiempo hasta que empezaran las reivindicaciones territoriales sobre los territorios todavía españoles designados como de habla catalana: Comunidad Valenciana, Baleares y Franja de Aragón (con la parte francesa no se atreven). Pero Cataluña, como estado soberano, dispondría de su propio ejército. ¿Quién asegura que fanáticos como Junqueras o Puigdemont o los que surjan de una juventud educada en esas ideas no vayan a usarlo nunca jamás? La segunda guerra mundial empezó por reclamaciones sobre territorios de afinidad lingüística.

Dejemos esa situación extrema en la categoría de paranoia. Me refiero a lo de la guerra, o uso del ejército para provocar una posición de fuerza. Porque el contencioso de las reclamaciones territoriales es seguro que se produciría. Y en el terreno de lo más cotidiano, aún como estados independientes, las sociedades de uno y otro lado de esa frontera seguirían íntimamente entrelazadas como lo están ahora. Pero entonces, los ciudadanos de ese estado catalán tendrían un DNI que podrían exhibir como un “no sabe usted con quién está hablando”. Y ése es el sueño de los independentistas, el presentarse como los habitantes de la republiqueta de los don perfectos que nadie les tose. En las redes sociales podemos comprobar cómo la convivencia está ya envenenada por estas ínfulas. La concesión de la independencia no sería ningún punto final. Como ha ocurrido hasta ahora con todas las otras concesiones, sería el punto de partida de un embrollo aún más difícil de gestionar.

La parte racional o comprensible de las reivindicaciones catalanistas ya se cumplió con creces y está vigente desde hace décadas: un amplísimo autogobierno, sin parangón en cualquiera de los Estados existentes, empezando por los más democráticos, y la lengua catalana hiperprotegida. Después de eso, no tiene ningún sentido esperar que, a cambio de algo, el nacionalismo catalán dé por fin punto final a este asunto, aceptando el artículo 2 de la Constitución Española

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