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El populismo autoritario global (IV): Comunitarismo anti-meritocrático

Nada amenaza más insidiosamente una supremacía arraigada que una meritocracia genuina donde la raza, el género y la clase no pueden frustrar el ascenso de nadie en función exclusiva de su capacitación y diligencia, de aquellos que prosperan en un mundo abierto, competitivo, y global; disfrutan de unos logros conseguidos por ellos mismos y no regalados; y se marchitan bajo la discriminación y el proteccionismo. En consecuencia, es el propio concepto de mérito el que se ve ridiculizado y sacrificado, y la humildad y la sumisión al grupo devienen obligatorias — no sea que el privilegio se tambalee.

El sistema se sustenta en dos mecanismos de protección: un comunitarismo asfixiante para mantener a la gente fuertemente ligada, y un complejo de superioridad para sobrecompensar su triste y sombría realidad, que conjuntamente impiden que esos desafortunados pueblos conciban nada lúcido que les capacite para hacer, mejorar, o conseguir nada. El atraso se perpetúa a sí mismo. Los actos simbólicos y las pantomimas estéticas son lo único para lo que están dotados. Donde el exoesqueleto proporcionado por el Estado se encuentra debilitado por su saqueo ininterrumpido por las redes clientelares, que se han prolongado durante décadas o incluso siglos, y especialmente donde el Estado es percibido como ajeno, tanto el establishment político-mediático como los marginales emergentes, el país entero en suma, se hunde en un atolladero de narcisismo y disonancia cognitiva donde la comunidad se esfuerza por obtener la conformidad de sus miembros, por medio de sanciones si se desvían, por protección si ceden; siempre dispuestos a violar los derechos individuales porque los derechos colectivos imaginarios que supuestamente necesitan protección son superiores a los derechos reales perdidos.

«Falsos historiadores catalanes que demuestran que, de Shakespeare a Leonardo da Vinci, de Cervantes a Colón, todos eran catalanes y escribían en catalán.»

Atormentados por el mayor temor de los pueblos colonizados —o simplemente despojados de poder, agregaría yo— como lo define Pankaj Mishra, «la posibilidad de ser asimilados por la cultura ajena dominante en su seno», aterrorizados por la perspectiva de degradarse en una mera atracción turística que explote los dispersos restos de su naufragio; su sentido amenazado y, por tanto, inestable de identidad, su aguda conciencia de indefensa vulnerabilidad, su ansiedad implacable por estar abrumados por la modernidad y su propia dependencia, son sobrecompensados aferrándose a la grandiosidad narcisista, desde la promoción oficial en la India de Modi de la ciencia fulera que enseña cómo los antiguos indios inventaron y utilizaron la energía atómica y los aeroplanos, Internet, y los trasplantes de cabeza, como demuestran los Vedas; a los más modestos pero no menos oficialmente promovidos falsos historiadores catalanes que demuestran que, de Shakespeare a Leonardo da Vinci, de Cervantes a Colón, todos eran catalanes y escribían en catalán. En ambos casos, una conspiración universal proterva ha despojado a indios y catalanes de su brillante herencia.

Esos fenómenos se presentan profundamente degradados en su avatar catalán, que es más complicado que interesante como observó Omar El Nayal. Los otros se convierten en instrumentos para ser manipulados, ya sea en creyentes en la rectitud de las actitudes y objetivos catalanes, o en enemigos a los que temer y despreciar —esos malvados españoles y su quinta columna- que envenenan a los buenos catalanes. Una mezcolanza de bravuconería, desprecio, y total desconsideración y rechazo del pensamiento y la razón, por no hablar de toda crítica, alimenta a un pueblo verdaderamente convencido de su misión de ofrecerse al mundo como el último modelo de bondad y superioridad moral. Sin ningún interés en las realidades de los otros, y sin empatía alguna. Reina la autocomplacencia, y nutre una de las raíces del totalitarismo que señala Hannah Arendt: «una justificación absoluta del propio pueblo y una condena radical de todos los demás.»

«Los otros se convierten en instrumentos para ser manipulados, ya sea en creyentes en la rectitud de las actitudes y objetivos catalanes, o en enemigos a los que temer y despreciar»

Pensar más allá del grupo requiere inversión cognitiva, mientras que los atajos provistos por el pensamiento grupal y sus pistas facilitan enormemente la decisión sobre en quién confiar: el «nosotros», aquellos que comparten la ilusión de compartir los mismos valores, dolores, deseos, resentimientos, que definen su identidad en la frontera más allá de la cual los «otros» merodean, especialmente cuando la gente siente que su supervivencia está amenazada y estar unidos en grupo es lo más seguro; cuando la identidad y la pertenencia pueden desencadenar fácilmente el chauvinismo que siempre anida en su núcleo. Las guerras han estallado, recuerda Daniele Giglioli, «bajo el pretexto de establecer quién es más víctima, quién primero se convirtió en víctima, y quién ha sido víctima por más tiempo.» Si estallase una guerra entre Suecia y Dinamarca, podría entablarse sobre qué país es el más compasivo y pone el mayor peso en la responsabilidad individual y el sacrificio por el bien superior de la igualmente compasiva mayoría.

Primera entrega: El populismo autoritario global (I)

Segunda entrega: El populismo autoritario global (II): Todo por los nuestros

Tercera entrega: El populismo autoritario global (III): Mafia política

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