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OPINIÓN | El Estado de derecho a su suerte

Fachada principal del Congreso de los Diputados, en Madrid.

Quienes estudiaron Derecho durante el franquismo, que aún somos bastantes, tal vez recordarán la tesis de un profesor de derecho administrativo, a la sazón famoso, que sostenía sin ruborizarse que la España de aquella época era un Estado de Derecho, y esa extravagante afirmación la apoyaba en su particular concepto, burdo y equivocado, de lo que es el Estado de Derecho, que según el mentado jurista era aquel que operaba siempre en base a leyes. De manera que el uso del instrumento legislativo por los gobernantes bastaba para conferir al Estado la calidad de Estado de Derecho.

Aquella tesis, por supuesto, era ampliamente compartida entre los ideólogos del régimen franquista, si bien muchos de ellos no tenían especial preocupación por la etiqueta que correspondía a la Dictadura. Otros, en cambio, sí tenían interés en destacar que en el Régimen primaba el imperio del Derecho, añadiendo a la existencia de un ordenamiento jurídico «fundamental» (los Fueros y la Ley Orgánica del Estado de 1966) algunos datos que, según ellos, demostraba la realidad de la idea, como, por ejemplo, la posibilidad de que los Tribunales de Justicia pudieran controlar y anular los actos del Poder ejecutivo a través de la jurisdicción contencioso-administrativa.

No merece la pena continuar, pues está fuera de duda que la España franquista podía ser cualquier cosa menos un Estado de Derecho, al menos si nos atenemos a la concepción teórica del Estado de Derecho en las democracias modernas, que tienen a la Constitución en la clave de bóveda de la organización del Estado, y de ella derivan las libertades y derechos fundamentales, la separación de Poderes, la certeza del derecho, el principio de legalidad, la prohibición de la arbitrariedad de los poderes públicos y la protección judicial de esos derechos y frente a los abusos del Poder, sea Ejecutivo o Legislativo. 

Pero si esas son las condiciones habrá que hacer un gran esfuerzo imaginativo para concederle a la España actual esa categoría, por más que las decisiones del Gobierno, espontáneas o pactadas con sus más importantes socios, se ejecuten en forma de Leyes.

Los teóricos del Estado de Derecho sostienen que éste se autoprotege, y que solo la violencia puede acabar con él. Esa es una pretensión un tanto idealista, que parte de la seguridad de que ninguno de los tres Poderes intentará invadir el espacio de los demás y, a su vez, cada uno de ellos tendrá siempre presente lo que establece la Constitución. Sobre eso puede haber discrepancias, que son las que explican los problemas que van a parar al Tribuna Constitucional o, a veces, en el caso español, a la Sala de Conflictos  del Tribunal Supremo. Pero que haya que ir a instancias constitucionales creadas precisamente para resolver discrepancias ni es grave, pues es también una muestra de funcionamiento normal de la Constitución.   

La crisis aparece cuando uno de los Poderes intenta decidir lo que deben hacer los otros

La crisis aparece cuando uno de los Poderes intenta decidir lo que deben hacer los otros. El vaciado de la autonomía decisoria del Poder Legislativo es un síntoma grave, que se verifica cuando su función se limita a aprobar los Decretos que elabora el Poder ejecutivo. La patente falta de independencia de los parlamentarios, sometidos a una obediencia cuasi militar al Partido que los incluyó en sus cerradas listas, deja sin contenido el debate sobre las propuestas del Ejecutivo. 

Pero más grave aún es que las normas que aprueba el Legislativo persigan abiertamente  laminar las competencias exclusivas del Poder Judicial. Y eso es lo que sucede cuando se intenta introducir en las Leyes criterios obligatorios de interpretación o, prácticamente, prohibirla, como sucede con la posibilidad (de momento se dice que solo es eso) de que en la Ley de Amnistía hoy en tramitación parlamentaria, mediante un pacto entre el Gobierno y sus amigos independentistas de Junts y ERC, se introduzca una especia de mandato de «ejecución inmediata» de la Ley por parte de los Tribunales para evitar interpretaciones que den paso a decisiones cuya puesta en práctica dilate la eficacia automática de la Ley. 

El deseo indisimulado de la pseudo-coalición de Gobierno (PSOE y Sumar, y demás) es cercenar las competencias judiciales hasta anularlas. Una Ley puede generar derechos y deberes, y quien se crea alcanzado por ella ha de recabar ante los Tribunales el reconocimiento de ese derecho, del mismo modo que el acreedor legítimo ha de acudir al juez en caso de que el deudor no cumpla con su deber, pero no puede cobrar su crédito mediante las vías de hecho. La intervención judicial, en su caso,  en el reconocimiento y ejecución de un derecho es perfectamente compatible con la realidad del funcionamiento autónomo del derecho en multitud de relaciones humanas. Vivir a través de leyes, muchas veces imperceptibles, es una consecuencia cultural del Estado de Derecho.

Muy lejos de esa «cultura jurídica» se sitúan las pretensiones independentistas – que a buen seguro el Gobierno hará lo posible por satisfacer, no se vayan a enfadar – de que la Ley de Amnistía sea «autoejecutable» sin que en su aplicación se pueda cruzar Tribunal alguno estableciendo requisitos como pudiera ser, el primero, que quien se crea incluido en su ámbito haya de solicitarlo exponiendo los motivos que cree que le asisten, lo cual resulta especialmente indicado en relación con la ley de amnistía que nos amenaza dada la inconcreción material y personal de sus potenciales beneficiarios.

Asistimos a graves ataques al Estado de Derecho, pero lo peor no es eso, sino la conciencia de que no hay vía alguna para evitarlo o enmendarlo, mientras nuestro país esté gobernado por la compañía dramática que conocemos. Entre tanto, tenemos leyes, pero no tenemos Estado de Derecho

La pretensión de que los Tribunales apliquen la Ley automáticamente sin necesidad de que nadie se lo solicite es, pues absurda. Otra cosa es que el Ministerio Fiscal en cumplimiento de su función procesal decida dejar de acusar a sujetos concretos en los que crea que concurren las circunstancias legalmente previstas para alcanzar el beneficio de la amnistía. 

En defensa de la idea se resalta la importancia de que la Ley es muy explicita y concreta, a fin de no dejar nada al albur de la interpretación, que siempre puede dar lugar a la indeseable inseguridad jurídica. Dicho así, parece razonable, pues todos deseamos la lex stricta, lo cual es incompatible con designar los delitos incluidos en la norma a través de la «intención o propósito» de su autor. No se me alcanza como se puede conseguir ese desiderátum de certeza tras leer el texto de la Ley y hallar tantos conceptos que quedan a la interpretación, como son la referencia a hechos derivados de haber sufrido persecución o acusaciones a causa de acciones guiadas exclusivamente por un ideario nacionalista, condición subjetiva que se cumple a voluntad del que lo dice, y no hace falta que traiga aquí los ejemplos que están en la mente de todos, destacando con brillo propio el caso Borrás, si al final se incluye, como parece. 

Es evidente que, en esas condiciones, la Ley no puede actuar por sí sola, esto es, ser aplicada por los Tribunales como si todo fuera o blanco o negro. Eso lo saben todos, pero la razón profunda del deseo de alcanzar esa «ejecutabilidad inmediata y apreciada de oficio» es solo una: evitar que Puigdemont pueda ser detenido si entra en España inmediatamente después de que la Ley aparezca en el BOE. Todos los demás argumentos sobre la necesidad de garantizar la seguridad jurídica y evitar conceptos indeterminados en la Ley son, pura y simplemente, retórica vacía de contenido, porque lo único que importa es la libertad del líder supremo.

Ligada a esa misma preocupación va la otra exigencia de Junts, y que el PSOE «estudia» ( como si fuera un cuestión disponible ) y es que la Ley de Amnistía incluya la advertencia de que la eventual presentación de una cuestión prejudicial ante el TJUE, terma del que tanto se ha hablado y se hablará, no pueda determinar la suspensión de la aplicación de la Ley, como sería lo lógico. La exigencia  obvia y desprecia una realidad incuestionable: que el Derecho de la UE es derecho vigente en España directamente. Por lo tanto, si los jueces estiman que hay una incompatibilidad entre el contenido de la Ley de amnistía y el derecho de la UE no pueden aplicar esa Ley hasta tanto no se determine por quien puede hacerlo( el TJUE) si esa contradicción se da o no. Y una advertencia que debiera ser innecesaria: una Ley no puede prohibir el planteamiento de una cuestión ante el Tribunal europea, y, si lo hace, infringe abiertamente el Derecho de la UE. 

A estas alturas es cosa sabida que las cuestiones de constitucionalidad no arredran al Gobierno, sea porque no las respeta o sea porque está convencido de que el criterio del Tribunal Constitucional será con seguridad favorable a sus tesis. Solo así se entiende que no le preocupe la abierta ofensa al principio de igualdad, pilar del Estado de Derecho, que esta Ley de amnistía entraña. En cuanto a la pretensión de marcar en la Ley cómo ha de aplicarse y que modo procesal se ha de seguir para hacerlo, así como lo que haya de suceder con las medidas cautelares que hoy están dictadas y en vigor, es patente que constituye una invasión de las competencias exclusivas del Poder Judicial, surgiendo así otra quiebra del Estado de Derecho.

Acabo por donde empecé. Asistimos a graves ataques al Estado de Derecho, pero lo peor no es eso, sino la conciencia de que no hay vía alguna para evitarlo o enmendarlo, mientras nuestro país esté gobernado por la compañía dramática que conocemos. Entre tanto, tenemos leyes, pero no tenemos Estado de Derecho.

Gonzalo Quintero
Gonzalo Quintero
Catedrático de Derecho Penal y Abogado

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